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El Sónar encumbra el poder latino

Bad Bunny fue termómetro de la evolución de un festival que superó su edición más difícil, pero dejando avisos

Bad Bunny, durante su concierto en el Sónar.
Bad Bunny, durante su concierto en el Sónar. JUAN BARBOSA (EL PAÍS)

Era extraño entrar en el escenario principal del Sónar nocturno y escuchar reggaeton, y no una canción, un guiño, sino varias. Pinchaba Fake Guido, productor entre otros de la Bad Gyal que por la tarde había triunfado en el Village. Era también extraño no escuchar inglés a destajo y en cambio ver a tantos vecinos expectantes. Algo ha pasado en el Sonar que enfilaba su recta final: el festival que avanza el futuro no ha dado la espalda al presente, a esa música latina que ya había estado en otras ediciones pero que en ésta alcanzaba la vanguardia del cartel con una primera figura de la música urbana en castellano. Y fue un éxito absoluto.

En consideración a su condición de estrella, Bad Bunny salió con un cuarto de hora de retraso, algo que casi nunca ocurre en el Sónar. Que el festival no se traicionaba programándolo quedó claro ya con la disposición del escenario, mostrando un disc-jockey que lanzaba las pistas instrumentales y un recitador, Bad Bunny, redondeando una puesta en escena típica del hip-hop, uno de los géneros más cuidados del certamen. Salió la estrella llamando la atención, cubierto con una guerrera y pantalones de camuflaje, manga larga, botas, sombrero con mosquitera y gafas de sol. Imposible verle la cara, sólo su voz extraña, nasal, como de tómbola, certificaba que de él se trataba. Y desató el éxtasis. A todo esto, el hangar del SónarClub ya estaba tan lleno como con Underworld la víspera, y mucho más repleto que con Stormzy también la víspera. Algo ha cambiado.

Y ese algo es la música latina, que con artistas como Bad Bunny se acerca al reggaeton, a las baladas pop y al trap sin solución de continuidad. Si los brasileños hablan de MPB (música popular brasileña) bien podría hablarse ya de MLC (música latina contemporánea) para definir la sopa rítmica propia de artistas como Bad Bunny. Con un repertorio minado con éxitos, desde la gran Estamos bien a clásicos latinos como Te bote, pasando por Mía, en la que una estrella anglo como Drake canta en castellano, “apropiaciones” como la del I Like It de Cardi B o la postrer Calladita, Bad Bunny galvanizó a una audiencia que, cosa también insólita en el Sonar, se dejó oír a través de las gargantas de ellas. Incluso cuando Bad Bunny entonó el Ricky renuncia con el que se pide la dimisión del gobernador de Puerto Rico, su país y el de muchas de las asistentes. El poder de la música latina está aquí, y quien no quiera darse cuenta será atropellado por ella.

Baño de realidad

Y eso ha pasado en un año en el que el Sónar (donde la policía recuperó 80 móviles robados y detuvo a 25 personas) ha recibido un baño de realidad y ha sobrevivido. Que se trata de uno de los mejores, si no el mejor, festival de España y de los más importantes del mundo (abre sedes en México y Atenas) es una evidencia, la misma que le sitúa como un cliente, y no prioritario, para la Fira que le alberga y que le ha cambiado este año de fechas sin que le tiemble el pulso dado que el negocio es superior con otros certámenes. Aviso para navegantes. Por otro lado, también ha quedado claro que pese a la garantía de su nombre como festival, conseguida tras años de trabajo certero y conceptualización ejemplar, si no hay cabezas de cartel suficientes, como este año, el público afloja. En suma, Sónar es capital y Barcelona lo necesita, pero quienes tienen mando en plaza creen que hay otras cosas que al menos son tan importantes como un festival que, dado su cambio de accionariado, algunos pueden dejar de percibir como el proyecto exclusivo de tres brillantes emprendedores locales.

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