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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo que esconde la polémica sobre la Diputación de Barcelona

Lo que realmente se está jugando con el control de esa institución es la manera de imaginar en las próximas décadas cuál será el papel del área metropolitana de Barcelona, en Cataluña y en España

Paola Lo Cascio
Sala de plenos de la Diputación de Barcelona.
Sala de plenos de la Diputación de Barcelona.cristóbal castro

En estos últimos días los avatares de los pactos para el gobierno de la Diputación de Barcelona se han convertido en un argumento de debate y de polémica arrojadiza tanto en la prensa como, evidentemente, en las redes sociales. 

Es así por dos razones evidentes y de peso. La primera tiene que ver con la definitiva demostración de que no existe ningún tipo de unidad estratégica por parte de los partidos independentistas. Ya había quedado claro con la constitución de los ayuntamientos, pero el espectáculo de las últimas horas durante las cuales se han acusado mutuamente de haber pactado con “carceleros” y retándose retóricamente unos a otros a romperlos (sin ninguna intención de hacerlo) lo ha hecho evidente también para el más confiado en el procés. No se puede saber cómo esto afectará —o no— al gobierno de la Generalitat. A lo mejor de ninguna manera.

La otra razón de la polémica todavía más descarnada— ha tenido y tiene que ver con una evidencia: las Diputaciones son las instituciones locales mejor dotadas económicamente y las que tienen más margen de maniobra para decidir dónde y cómo se reparten los recursos. Hacerse con el control de las mismas —y especialmente la de Barcelona— es una especie de seguro de vida, sobre todo en el caso de Junts per Catalunya, que en los últimos tiempos ha perdido presencia institucional, y, por ende, recursos.

Pujol cerró de un portazo en 1987, y con el concurso de ERC, la Corporación Metropolitana de Barcelona

Estas dos razones explican la polémica mediática fast food (que toca dos temas inflamables, pero en el fondo de superficie, como el renqueante procés y la supervivencia o no de determinadas siglas partidistas), pero no explican la importancia política de lo que realmente se está jugando con el control de esta institución, que no es otra cosa que la manera de imaginar en las próximas décadas cuál será el papel del área metropolitana de Barcelona, en Cataluña, en España y en Europa.

La cuestión, evidentemente, es antigua: Pujol la cerró de un portazo en 1987 utilizando como un mazo su mayoría absoluta (y con el concurso numéricamente innecesario de ERC), con la abolición de la Corporación Metropolitana de Barcelona. El entonces alcalde de Barcelona Pasqual Maragall había potenciado aquella institución (se había creado en 1974 todavía durante la dictadura, bajo impulsos desarrollistas) y tenía toda la intención de transformarla en sentido democrático para coordinar y armonizar la toma de decisiones y la prestación de servicios fundamentales para los 26 municipios que la integraban. En otras palabras, quería consolidar institucionalmente la Barcelona de los cuatro millones. La CMB se borró de un plumazo y solo más recientemente se creó el Área Metropolitana de Barcelona, una entidad que dispone de mucha menos envergadura y potencialidades.

El nacionalismo conservador catalán no permitiría visiones alternativas que no sean las “patrióticas” tradicionales

El conflicto se había generado evidentemente por una cuestión de recursos y de presencia partidista en el territorio (la izquierda tenía una fortísima implantación en términos de alcaldías), pero la cuestión iba más allá y tocaba de manera nuclear el papel que se otorga a las ciudades metropolitanas como actores políticos y por ende también en la construcción de imaginarios, legitimidades, maneras de concebir la relación entre las personas, las colectividades y las instituciones. Quedó famosa la frase contenida en una de las cartas que se enviaron Pujol y Maragall en los momentos más duros del conflicto sobre la CMB, donde el antiguo president decía: “Las ciudades hanseáticas eran una ciudad poderosa, fundamentalmente un gran puerto comercial (...) y prácticamente nada más. No tenían hinterland. No son un país. Nosotros queremos que Cataluña sea un país”. El mensaje era claro: el nacionalismo conservador catalán no permitiría visiones alternativas del territorio que generaran otros imaginarios que no fueran los “patrióticos” tradicionales. En realidad esto se ha mantenido a lo largo de las décadas como una constante: las declaraciones del propio Torra sobre el hecho de que Barcelona ya no es la capital del país (y lo sería Girona) es la degeneración de esa misma manera de pensar en un contexto —ahora sí— de resurgir de repliegues identitarios. Y, sin embargo, la cuestión vuelve, porque la realidad es tozuda y nos dice que a pesar de los nostálgicos de Westfalia (los de aquí, y los de media Europa), las ciudades metropolitanas tienen y tendrán un papel decisivo desde un punto de vista político, económico, social y cultural. En Madrid esto lo entendieron rápido: de hecho la Comunidad Autónoma de Madrid ya funciona hace tiempo como una especie de distrito federal. La cuestión es ahora si las izquierdas —la que probablemente ostentará la presidencia de la Diputación, y la que está liderando el ayuntamiento de Barcelona (y que ostentará la presidencia de la AMB)—, no se dejarán llevar por las polémicas de superficie, serán capaces de mirar a los retos reales que tiene la Barcelona metropolitana y encararán con fuerza la construcción de un actor institucional poderoso, novedoso, solvente y democrático.

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