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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuatro y medio

A inicios de 2019 uno de cada siete españoles había nacido fuera del país. Hay 5.500.000 extranjeros con permiso para trabajar y el número de migrantes en situación irregular podría ser de 638.000

Pablo Salvador Coderch
Inmigrantes en una oficina de servicios sociales de Nou Barris, en Barcelona.
Inmigrantes en una oficina de servicios sociales de Nou Barris, en Barcelona.Joan Sánchez

Cuatro euros y medio, acaso cinco por cada hora trabajada, todas en economía informal: los inmigrantes irregulares no cobran mucho más que eso, sé de uno que se abrasa la vista trabajando doscientas horas al mes en una tienda de arreglos de ropa. Con los mil euros que consigue, paga una habitación interior, comida, ropa y la tarjeta de transporte de dos zonas, ayuda a su familia colombiana y va saldando su deuda con quien le agenció su viaje a España. El arreglo laboral es ilegal, por supuesto, y el bajo salario descuenta el riesgo de que su empleo irregular salga a la luz de mala manera. Los abogados defendemos a las personas según la ley y el derecho, sabiendo bien que no todo son reglas legales, que también hay principios de derecho. Dejar (sobre)vivir es uno de ellos.

España no es un país ingrato con sus inmigrantes, ni siquiera con los irregulares, pues estos viven aquí con menos miedo en su cuerpo malcomido que en otros países europeos más ricos. A inicios de este año de 2019, la población española era de más de 47 millones de personas (datos del padrón continuo del Instituto Nacional de Estadística, INE) y una de cada siete (el 14,3 %) había nacido fuera de España. Descontando entonces a quienes siempre habían sido españolas o habían adquirido la nacionalidad española, hay casi 5.500.000 personas extranjeras residentes con permiso para trabajar por tener certificado de registro o tarjeta de residencia. Más abajo están los inmigrantes irregulares, mucho más difíciles de contar. Carmen González, investigadora del Real Instituto Elcano, escribe que, en enero de 2018, podrían ser casi 638.000 (diferencia entre el número de extranjeros extracomunitarios empadronados y el de los permisos de residencia en el régimen general), pero advierte que en realidad son menos, pues bastantes extranjeros salen de nuestro país, manteniendo el empadronamiento en España por distintas razones.

No hay por qué exigir dos años para el arraigo laboral o tres para el arraigo social, podrían reducirse a uno

En todo caso, el eslabón más débil de la cadena está integrado por cientos de miles de inmigrantes irregulares. El reglamento de extranjería establece la posibilidad de acceder a la residencia con permiso de trabajo por arraigo y que este puede ser laboral, social o familiar. El arraigo laboral requiere dos años de permanencia y relaciones laborales por seis meses; el social exige tres años y un contrato de trabajo firmado de un año de duración; el familiar, vínculo matrimonial o de pareja estable con residente, o que este sea ascendiente o descendiente del solicitante. En la ruda práctica real del arraigo familiar, en Barcelona, un matrimonio cuesta siete mil euros y una relación de pareja estable, la mitad. Es sangrante.

El sistema de los arraigos se puede mejorar. No se trata de relajar los requisitos sustantivos, sino solo los temporales. Si la integración en el trabajo, en la sociedad o en la familia son claras, no hay por qué exigir un limbo legal de dos años para el arraigo laboral o de tres para el arraigo social. En ambos casos, se puede reducir a uno, una propuesta que no debería levantar ampollas. También se puede ampliar el ámbito del arraigo familiar a los colaterales próximos si el enraizamiento es real y comprobable (habría que cambiar algún artículo de la ley, no solo del reglamento).

Piensen que, si no fuera por la inmigración, España habría perdido población en 2018, o que los inmigrantes son el 14% de la población española total, pero el 21% de la que tiene entre 16 y 44 años de edad. La inmigración contiene nuestro envejecimiento.

Los inmigrantes son el 14% de la población española total y el 21% de la que tiene entre 16 y 44 años de edad

Hay, con todo, inmigrantes e inmigrantes, pues a un colombiano le resulta infinitamente más sencillo arraigarse en España que a un senegalés. El número de este mes de junio de Política & Prosa, un periódico dedicado más a la reflexión y al análisis que a las emociones y los sentimientos, se centra en el flujo incesante de la inmigración africana a Europa (“Els veïns invisibles”). Aquí, las políticas han de ser europeas, no basta con modificar el reglamento español de extranjería o con mejorar la asignación de personal especializado en el ayuntamiento de Barcelona, la Generalitat o el Estado. La inmigración africana a Europa es un tema europeo de primer orden y es estructural, no es ninguna crisis. Crisis en sentido estricto las ha habido y algunas han sido abordadas de manera ejemplar por estadistas de verdad: en 2015, Angela Merkel abrió las fronteras de Alemania a más de un millón de personas devastadas por las guerras de Siria. Merkel, la última cristiana europea.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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