De todos y de nadie
De todas las personas que conozco después de estos seis años viviendo aquí, me atrevería a decir que apenas unos pocos son madrileños
Hay algo que me apasiona de esta ciudad que es de todos y no es de nadie. De todas las personas que conozco después de estos seis años viviendo aquí, me atrevería a decir que apenas unos pocos son madrileños. Conozco andaluces, catalanes, valencianos, vascos, extremeños, castellanoleoneses y manchegos, ceutíes, canarios… y algún madrileño. Es por eso que el sentimiento de permanencia de esta ciudad es tan único y particular.
Madrid está hecha, en un porcentaje medio alto, de gente que no es de Madrid. Gente a la que si le preguntas dónde viven te responden: "En Madrid, pero soy de Lugo / Málaga / Cáceres". Personas que tienen hijos aquí, pero no se olvidan de sus raíces y les transmiten su cultura y tradiciones: "El acento es por mi madre, que es de Murcia". Así, te vas encontrando gente que se reconoce por los acentos, que se une por lo mismo, que se comprende porque comparten algo que en ese momento nadie más tiene.
Los gallegos, por ejemplo, disfrutan de la lluvia de Madrid porque les recuerda a sus casas; los asturianos llevan sidra a las cenas para compartir algo de su tierra; los de Castilla y León también llevamos vino de Valladolid o de Zamora y les explicamos a los demás que nuestro cariño no es regalado, que si lo damos es porque verdaderamente lo sentimos; los valencianos aprovechan las vueltas para traer naranjas y compartirlas con sus amigos; los catalanes regalan rosas en Sant Jordi aunque no las reciban de vuelta; y los andaluces son capaces de oler el azahar aunque no existan los naranjos y piden Cruzcampo en los bares sólo para sentirse más cerca de casa.
Del mismo modo, a todos nos da morriña, o lástima, o nostalgia, o pena, cuando llega el día de nuestra comunidad y nos encontramos lejos de la familia y del olor de casa, así que cocinamos sopas de ajo, bebemos gazpacho, pedimos un cachopo en el asturiano de abajo o merendamos naranjas, y les contamos a quienes quieren escucharnos nuestras tradiciones, lo que hacíamos cuando éramos pequeños. El año pasado, por la Feria de Abril, mis amigos, que trabajaban, pusieron flamenco en casa, prepararon un rebujito, se vistieron con el traje y bailaron hasta que los vecinos quisieron. Creo que todavía se escuchan las risas desde Atocha.
Esta ciudad no tiene dueño y eso es lo que más me gusta. En la Parroquia de San Millán y San Cayetano, en La Latina, dan una misa rociera el último sábado de cada mes. No es raro encontrarse entre bares modernos y tiendas a granel varios grupos de mujeres con una flor en la cabeza que van a rezarle a la misma virgen que rezaban de pequeñas.
En Madrid hay espacio para todo eso y más. Todos estamos dispuestos a celebrar otras comunidades y aprender y disfrutar de ellas.
Madrid me mata.
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