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A VISTA DE MÓVIL
Columna
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Lhardy

Cada semana, una foto de Madrid

Si te dedicas a esto de las letras, entrar en Lhardy es una responsabilidad. De alguna manera, te tiemblan las piernas. Por allí se ha dado cita el naturalismo francés, con un Víctor Hugo que se quejaba del exceso de pimentón en la cocina española, también Galdós y todo el 98. Luego el modernismo, las vanguardias y el 27, la posguerra hambrienta en busca de caldo por su samovar, la transición calentando España gracias a su cocido y la posmodernidad, que hoy se pierde en su desafío a los espíritus desentrañando el talento de algunos fantasmas, entre sus salones decimonónicos intactos.

Pero Raúl Cancio ha elegido la planta baja. Y ha pintado un crucifijo de destellos enmarcados en su espejo. El solemne escenario de su aperitivo. Entre el recipiente de plata con sus mares de consomé, los cristales de bohemia, ese mágico escaparate de canapés, las botellitas para el jerez, el aroma de su tartaleta de riñones, la crujiente alegría del hojaldre… Todo alrededor ha cambiado, incluso ha muerto. Lhardy sigue en pie, como un testigo de lo que todavía somos por haber sido muchas cosas antes, como un asidero impertérrito que resiste el embate de las vulgares cadenas de comida rápida y la frívola uniformidad de las franquicias a granel. Cocido madrileño, callos y lubina. De postre, suflé. Para la memoria y la digestión, esa madera oscurecida por el humo integrado de los restos del frío y los sofocos que nos ha legado la Historia de España, alimentada en sus salones.

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