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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La misteriosa políglota

Barcelona es una ciudad en la que pasan cosas diminutas cada segundo. Partículas de fenómenos humanos, casi imperceptibles

J. Ernesto Ayala-Dip
Peatones en el paseo de Gràcia de Barcelona.
Peatones en el paseo de Gràcia de Barcelona.Albert Garcia

Barcelona es una ciudad en la que pasan cosas diminutas cada segundo. Partículas de fenómenos humanos, casi imperceptibles. Por ello camino tanto por sus calles, aunque termino al final de mi recorrido desembocando siempre en Passeig de Gràcia. Una vez atravesada la Diagonal, enfilo la avenida hacia el mar. Pero antes hago un alto en el Francesco de València con Passeig de Gràcia y me tomo un cortado. Compruebo que una de sus trabajadoras de la barra ha ascendido en su empleo, ahora es encargada. Tengo ganas de felicitarla pero me contengo. Me basta con verla feliz. Salgo de allí y entro en la Casa del Llibre, donde si pido la última novela de Sara Vaughan o John Grisham nadie me responde que a esos autores no los venden. Salgo con un libro y me siento en uno de los tres bancos que están a su salida. Hago esta operación por la mañana o por la tarde. Esta rutina, caminar, que me gustaría tan alada como El hombre que camina, de Giacometti, me ayuda a vivir en silencio y a dialogar conmigo mismo, como si me fuera preguntando si ya estoy preparado para hacerlo con los demás.

La semana pasada me ocurrió algo que no sé si sabré relatar tan bien como lo haría un escritor de talento. Las ganas de compartir la experiencia imponen mi imprudencia estética. Estaba a punto de levantarme del asiento, cuando una mujer se me acerca y me pregunta en castellano si yo era español. En principio me dejó algo descolocado, no tanto por su pregunta como desde donde la hizo, desde detrás del banco donde estaba sentado, como si cayera del cielo. Tal fue así que primero me llegó su pregunta como un ruego o quejido lastimero, profesional. Cuando se puso delante de mí, conecté su voz a su físico, alta, moderadamente delgada, vestida con unas ropas que querían ser modernas aunque se vieran algo desgastadas, no supe bien si por su uso o por ir a la intemperie. Su edad era indefinida, como si quisiera disimularla. Me preguntó si hablaba inglés o francés o italiano. Le mentí con un indisimulado desinterés que era francés, ante lo cual me largó una parrafada de la que no me enteré de nada. Instantáneamente le confesé que era español. Entonces me dijo que acababa de salir de un hospital y que necesitaba algún dinero para poder alquilar una habitación esa misma noche. Antes de decirle nada, le pregunté si sabía inglés y que me lo repitiera en esa lengua. Lo hizo y esta vez entendí mejor, algo que, por otra parte, me disgustó bastante porque observé que su pronunciación era mejor que la mía. Le pedí que lo repitiera en italiano. ¿Se lo había aprendido todo de memoria? ¿O era una políglota?

Le pregunté si sabía decir en esas lenguas algo más que la limosna que rogaba. Entonces, como si se hubiera tratado de una ofensa, me empotró otra parrafada, en las tres lenguas, esta vez de sintaxis y contenido más complejos, que me dejó mudo. ¿Dónde aprendió, usted señora, estas lenguas, además del castellano y el catalán? “Bueno, escuchándolas hablar”, dijo, como si me indicara que para aprenderlas no necesitó ninguna academia. ¿Pero dónde? “Por ahí, algún viaje por ahí, otro por allá”. No insistí más porque tuve la impresión de que ella misma era incapaz de determinar cuándo, dónde y cómo había obtenido esa facilidad idiomática.

Le di un billete de cinco euros y le pregunté por qué hacía eso, pedir dinero. Me contestó que solo lo necesitaba para esa noche, que al día siguiente acudiría a una asistente social y todo se iría resolviendo. Me lo dijo así, casi como si estuviera segura de que nada contradiría esa mecánica. “¿De dónde es usted?”, me preguntó y tuve la extraña certeza de que realmente se interesaba por mí. “Nací en Argentina”, le contesté. “Ya lo sabía, pero ¿dónde?”. “Buenos Aires”. “Ah, uno de mis sueños es caminar algún día por la Avenida de Mayo hasta la Casa Rosada. Bueno, señor, tenga usted muy buena tarde y muchas gracias por su generosidad”. Me sorprendió el tono lastimero y teatral de la primera vez, como si de pronto hubiera descubierto que algo la había apartado de su faena diaria. Y se perdió entre el río de turistas hacia la Diagonal.

Permanecí sentado con el libro que acababa de comprar, La isla de los conejos, de Elvira Navarro. Lo hojeé un largo rato y me detuve en una anécdota de uno de sus relatos. A una mujer se le muere su hijo de cáncer. Ante esa inmensa pérdida, la mujer decide morir como su hijo. Comienza a ingerir todos los alimentos cancerígenos que encuentra a su paso. Había decidido morir también de cáncer.

Vuelvo al mismo sitio. Pero la misteriosa políglota todavía no se ha presentado.

Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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