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Sex Museum, el incansable orgullo roquero de Malasaña

Lucen sus 33 años como banda con nuevo disco y sin parar de tocar desde los tiempos en que el barrio era una zona de alquileres bajos

La banda Sex Museum.
La banda Sex Museum.

“Una agenda milimetrada”. Esa es la constante que vertebra la carrera de Fernando Pardo y otros miembros de Sex Museum (el batería Loza y el bajista Javi Vacas conviven con él en Los Coronas y en Corizonas). Tanta banda impulsada por Pardo a veces mosquea al resto del grupo emblema de la escena roquera madrileña: “Mi hermano Miguel, el cantante, fue el origen de este álbum (Musseexum, 2018): ‘Hacemos un disco nuevo o me voy’, soltó en marzo. Hubo que ponerse a ello casi contrarreloj”, relata Fernando, guitarra, compositor y pareja del otro vértice creativo, la teclista Marta Ruiz. “En el núcleo duro familiar reside la clave de nuestra longevidad como Sex Museum”.

El matrimonio vive en Malasaña, fiel al barrio donde nació la banda hace más de tres décadas. “Marta era de la Prospe y yo de Plaza de Castilla. Malasaña se convirtió en centro de reunión para nosotros desde los primeros ochenta. Una zona entonces medio abandonada, junto al centro de la ciudad y con alquileres bajos. Y luego estaban los bares: siempre han tenido mucha fuerza”. La banda posee lazos con garitos legendarios como La Vía Láctea, por vínculos de familia, o el extinto Agapo de la calle Madera: “En él crecimos y encontramos una escena; luego en la sala Revolver, su continuación, llegamos a grabar un álbum en directo”.

Otro templo melómano, El Sol, acogerá el viernes 4 de enero su cita anual (“desde hace seis o siete años”) con Sex Museum. Tradición que servirá para exhibir nuevo cancionero, el de Musseexum: “Un retrato de lo que somos, muestrario de nuestra marmita sin florituras ni enfoques conceptuales. Todo el proceso se resolvió en tres meses, incluida la composición. Sale más barato y son ritmos de trabajo a los que estamos acostumbrados”. Psicodelia, hard rock, punk y garage concuerdan en el disco. Y por una vez, un sello no madrileño de por medio: El Segell del Primavera barcelonés.

La mirada mod sesentera con que nació Sex Museum no implicaba un rechazo a la Movida, según Fernando: “Su primer lustro lo vivimos de forma muy activa en la adolescencia. No solo pendientes de conciertos y festivales: visitábamos incluso Pancoca, una distribuidora en la calle Barquillo, para comprar cada single novedoso. Sobre 1985, cuando solo había grupos que lo petaban y un rollo distinto tras el cierre del Rock-Ola, empezamos desde abajo con otras influencias pero respetando el espíritu lúdico original de la nueva ola madrileña”. Fernando se siente hoy como un “samurái cuando proliferan las armas de fuego”. Y apela al “compromiso” del público, en plena vuelta a la dictadura del single en las redes: “Aquella identificación con ciertos artistas cuya forma de ver la vida te gustaba y que te permitía tragarte hasta sus discos malos. No como ahora: la mayoría no escucha más allá de la tercera o cuarta canción en Spotify”.

Aquellos primeros viajes

El inglés resiste como primera lengua en las letras de Sex Museum, con excepciones en castellano (una solo en la nueva entrega, de título Microdosis). “Yo quería esta vez equilibrar ambos idiomas, pero la decisión colectiva tiró por otro lado”, asegura Fernando, que ya hizo el tránsito lingüístico con Corizonas. “Por otro lado, nuestros textos en inglés parecen escritos para Laurence Olivier, así que siempre recurrimos a un ‘rock & roll doctor’ que los retoque con sabor a realidad. Suelen ser vecinos anglosajones”. Lo curioso es que sus esbozos juveniles eran en castellano: “Pero me sonaban al rock urbano de la época, a veces me arrepiento de haber elegido el inglés, aunque eso nos facilitó girar enseguida por Europa en la emergente escena garagera”.

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Aquello fue la envidia en el local de ensayo y, a la larga, casi una perdición: “El primer viaje nos pilló a tres aún como menores. Todo era muy improvisado, te ibas para un mes y estabas cuatro porque uno al que le había gustado la banda te invitaba a su casa mientras sondeaba otros bolos. Así durante años: roqueros de medio pelo comportándonos como si fuéramos estrellas. Tipo los Spinal Tap de la peli, pero menos light. En la segunda mitad de los noventa, zurrados por las adicciones, decidimos parar un par de años”.

Con vidas más asentadas, regresaron al final del milenio y hasta probaron texturas electrónicas en las teclas de Marta. “Nos hizo ver nuestra música con otra perspectiva y la enriqueció sin duda. Seguro que más que mi pasión por el surf rock [con Los Coronas], siempre al margen de Sex Museum”, asume quien en lo musical se define claramente: “Me va el libar de flor en flor”.

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