Reinventar el saxo y la guitarra eléctrica
Los conciertos de Bill Frisell y David Liebman cautivan en el Festival de Jazz
Entrar el pasado lunes a última hora de la tarde en el Auditorio del Conservatorio del Liceu y comprobar que estaba abarrotado para un concierto de guitarra sola fue una de las sensaciones más reconfortantes de lo que llevamos de Festival de Jazz (y probablemente también de lo que queda). Una alegría acrecentada por el hecho de que los asistentes eran en su mayoría jóvenes y muchos llevaban su instrumento a cuestas (no necesariamente guitarras).
Una satisfacción porque en este auditorio (por cierto de magnífica visibilidad y mejor sonoridad) se presentan los conciertos que huyen del mainstream y de la comercialidad y que, desgraciadamente, no son los más concurridos demostrando una vez más que, en la ciudad, los Nombres (con mayúsculas) le pueden a la curiosidad (una cualidad inherente al jazz de todas las épocas). Se llenó el concierto de Bill Frisell, aún queda esperanza para esta música.
Frisell ofreció una actuación sobria, sencilla en su forma pero cargada de contenido. Enarbolando una sola guitarra eléctrica, una Telecaster manipulada, (dejó la acústica para un bis) y con un juego exquisito pero ponderado de pedales se paseó entre viejas melodías y nuevas sonoridades. Frisell huye de lo obvio aunque esté tocando un estándar y consigue encontrar, aparentemente sin esfuerzo, cosas que habían permanecido ocultas en la partitura, las convierte en algo nuevo. Su revisión del eterno Moon River fue una de esas interpretaciones que ponen la carne de gallina entre sorpresa y sorpresa.
Si el concierto de Frisell solo puede tildarse de soberbio, el mismo calificativo debe utilizarse para el que ocupó la misma sala en la tarde del sábado: un dúo entre el saxofonista Dave Liebman y el pianista Marc Copland. Esta vez la sala no se llenó pero la intensidad de la música merecía haber abarrotado un polideportivo.
También circularon entre temas conocidos y nuevas composiciones y si Copland se mostró en todo momento brillante e inventivo, fue Liebman el que aportó los mejores momentos. Derrochó, más con el saxo soprano que con el tenor (la flauta nativa quedó como una anécdota simpática), una de las sonoridades más bellas e hipnóticas del jazz actual. Cualquier otro sopranista está a años luz de lo que el neoyorquino extrae de su alargado instrumento. Pero no es solo la sonoridad, es también una musicalidad rebosante que atrapa desde el primer instante.
Liebman y Frisell dejaron claro en el Conservatorio del Liceu que todavía quedan cosas por decir con una guitarra eléctrica o un saxo soprano. En realidad fue algo así como la reinvención de ambos instrumentos, redescubrirlos con una estimulante fascinación.
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