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ojo de pez
Crónica
Texto informativo con interpretación

Espuma de caballo y cardinal ‘fake’

Los dulces, postres, son un instante de confesionario, de los pequeños pecados o las intimidades de golosinas

Dulces en una pastelería.
Dulces en una pastelería.joan sánchez

"Dénme pasteles de espuma de caballo”, detalló una mujer en la pastelería de can Moranta de Sa Pobla. Es una intervención digna de Buñuel o Almodóvar que ahora asignaríamos a Agnès Llobet, actriz, en su delirante y bello papel de la serie Amor de canes que ha producido IB3 sobre la novela de Mariantònia Oliver.

Aquella madona quería llengos, lenguas de merengue, cerradas por dos placas de pasta de mil hojas, un clásico isleño. La señora seguramente guardaba una memoria interesante del dulce, pero tenía poca costumbre de su compra y consumo. Los pasteles eran un lujo esporádico en el pasado. Dulce, acaso, por el día del santo, y nada más.

En los tiempos austeros, y tan ricos en calidad, el universo de la repostería dulce no habitual era limitado: ya estaban en el orden común los palos de quema (crema), borrachos, cremadillos, doblegats... Y ensaimadas, coca bamba, gató, brazo de gitano; porque el gran peix, coixins, quartos embetunados y tartas reales eran para los señores y días excepcionales.

En cualquier caso, para las celebraciones gastronómicas de las matanzas del cerdo —gran fiesta/acontecimiento clánico de los mallorquines, junto con los funerales, todavía—, los agricultores poblers (gente de duros y excesos calculados) encargaban al maestro reportero Xisco Moranta barcas de pasteles, docenas de unidades que eran llevadas en barcas, grandes tablas, sobre la cabeza, con una protección redonda dicha capçana: Palos y llengos, crema y merengue sobre todo.

Para describir comidas y especialmente pasteles y postres suelen buscarse nombres y títulos en las metáforas, en el ámbito de las imágenes, referencias populares adecuadas a la imaginación, para fijar el título a la memoria popular. Aquello es lo que parece, pero no siempre. El nombre alude a la cosa o es el disfraz.

En la Mallorca reciente, de entre siglos, tomó rango de mito local el pastel dicho Cardinal de Lloseta, dando por hecho que es un pastel dulce exclusivo, nato a la localidad mallorquina. Es un fake gastronómico, más bien una apropiación indebida.

Es cosa cierta que el pastel es de origen y tradición de Viena, donde está en los mostradores de las pastelerías de lujo con su nombre y la simétrica presentación “Kardinalschnitte”.

Xesc de can Pomar de Campos lo llevó a Mallorca, enseñado por Escribà de Barcelona, y en su mostrador lo llaman cardinal, sin linaje adoptado; allá hacen músics catalanes, entre otras transposiciones adecuadas. Y hornean los cremadillos como en pocos lugares. Así, un editor de Pollença, Gracià Sánchez, da vueltas adrede para el acopio del capricho.

En la procesión de recetas dulces —ahora que el doctor Antoni Contreras publica Capítols dolços de cuina mallorquina— hay una muestra alargada de citas confesionales —de reverencia—, no beatas ni sacrílegas: hay llesques del Papa, garrovetes del Papa (ex monges de Sineu) y pets de monja, de Palma.

En Felanitx, a Cas Francés elaboran monjas y son tal cual las religiosas que obran con rango de identidad en Francia, no en balde la familia del pastelero Oliver migró a Aviñón y retornó con la receta, los dulces de mantequilla, palmeras y buena mano para la cocina, en sus lugares desvanecidos, Es Centro y la Pensión César de Portocolom (del futbolista goleador) y el bar Comercio de Palma, de Fontanet.

El manjar dulce más refinado y beato de la isla radica en son/sant Salvador, donde baten y hornean melé soufflée. Desde hace cuatro generaciones la misma familia Mateu está al frente de las cocinas de la fonda del santuario; y es una versión de omelette soufflée con gran espuma de claras, más las yemas al final, de huevos y azúcar, otro prototipo de Francia.

Más abstractos son barros de horno y sencillos, los amargos de can Vica que venían del centro de la isla de la familia de can Polla, o los cocotins sin raíz. La memoria más afectuosa evoca las greixoneres dulces, las de brossat, los de nubes con chorreo de azúcar fundido, sobre la crema, que hacían llorar a don Tú, Guillem Marcel, a Ca Na Marçala de cala Figuera.

La gastronomía pública empieza a superar el síndrome de la rutina, los postres de hospital o la derivada del aburrimiento de las comuniones, los pijamas: melocotón en almíbar, flan y nata a veces; helados locales o tarta industrial. El puding fue un paso adelante y el gató con helado de almendra (o al revés), un detalle local, de aprecio autóctono.

La mesa es el escenario de la vida y un ámbito por los relatos globales. Los dulces, postres, son la opción finalista, un manifiesto claro de preferencia y deleite del comedor o de quien monta el menú como una ceremonia de rutina, subsistencia y placer. Es un instante de confesionario, de los pequeños pecados o las intimidades de golosinas.

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