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MADRID ME MATA
Columna
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Contra el viento

La bici me ha descubierto otro Madrid

Elvira Sastre

Lo primero es comprobar la carga eléctrica de la batería. Tres puntos, el botón funciona. Lo segundo es dar un pequeño golpe a las ruedas para asegurarme que no están pinchadas y que giran con fuerza al darle al pedal. Lo tercero, el sillín: sube y baja a la perfección. Me subo y la ciudad cambia por completo.

Me encanta el servicio de bicicletas eléctricas de Madrid. Desde que me saqué el bono hace un par de años, no he dejado de utilizarla. Tan útil a veces, otras me agobia demasiado. El servicio de bicicletas es distinto: no contamina, no hace ruido ni ocupa, tiene un precio asequible, es individual y no huele por las mañanas, hay cada vez más estaciones, fomenta un transporte alternativo y, además, te permite ver. Solo eso: ver. Es cierto que hay que atreverse. La conducción en Madrid es salvaje, atrevida e irreverente, sobre todo para los ciclistas. A veces, es divertida. Otras veces da miedo. Aunque no siempre el problema son los coches: en ocasiones los propios peatones se lanzan a los pasos de cebra sin mirar. Yo misma sufrí un atropello por parte de un tipo en la Puerta del Sol que se tiró sin miramientos a mi rueda después de mirarme a los ojos. Todavía sigo perpleja.

La bici me ha descubierto otro Madrid. El caos en la carretera, paradójicamente, me da cierta calma, me abstrae. Recuerdo uno de los peores días de mi vida: era de noche y cogí la bici hacia el Palacio Real. Apenas había tráfico y me puse a pedalear fuerte, tan rápido. Llegué a Moncloa por Ferraz, con todos los semáforos abiertos. Hacía frío y me dolían las manos, pero no sentía nada. Solo quería dejar atrás todo el dolor que venía acompañándome. Cuando uno corre contra el viento, siempre encuentra aire. Al final frené, con el mismo desaliento que el de un corredor de maratones, me sacudí la tristeza, y volví a casa.

Hubo una época en la que iba a buscar en bici a alguien especial al trabajo. Subía la calle del Rastro, cruzaba la Latina y atravesaba todo Sol hasta Alcalá, donde ella me esperaba. Esos viajes me devolvían a una infancia inexistente. Me sentía como una niña en bici por el pueblo, con las rodillas magulladas y la curiosidad en las manos. Ilusionada. Con la vida por delante. Algo que nunca hice, pero que recuerdo como propio quizá por tantas aventuras leídas. En esos paseos, yo era esa niña libre, capaz, limpia a pesar de todas las heridas.

He cogido la bicicleta con lluvia y también bajo el terrible sol madrileño de verano, en mitad del inhóspito diciembre, en distancias largas, en trayectos cortos. La he cogido para reconciliarme con el aire contaminado, con los coches agresivos, los ruidos de los tubos de escape, los peatones irrespetuosos. La he cogido acompañada y también sola, después de una cena o un teatro, camino a una entrevista, con prisas y sin ganas de llegar. La he cogido de mil maneras, pero siempre por el puro placer de ver cómo cambia el paisaje de Madrid mientras yo pedaleo. Madrid me mata.

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