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El liderazgo independentista

En lo político la cadena de lealtades tiene más recorrido porque la mayoría de cargos dirigentes son intercambiables

Joan Esculies
Quim Torra y Carles Puigdemont en Waterloo.
Quim Torra y Carles Puigdemont en Waterloo.

<CS8.7>En la superficie del independentismo tenemos, simplifico, una disputa entre dos líneas argumentales. La de ERC, que aboga por retornar a los fundamentos y sumar adeptos mientras la posibilidad de un referéndum no se plantea. La de JxCat, que defiende una posición frontal contra el Estado para que un momentum fuerce al gobierno español a negociarlo. La disyuntiva no llega a Macguffin, pero desvía lo suficiente la atención del elemento principal que subyace en la función: la gestión del liderazgo en el interior de los partidos y facciones independentistas.

Cuando se planteó que Carles Puigdemont ejercería sus funciones presidenciales desde Waterloo se argumentó que lo mismo que una empresa, las nuevas tecnologías permitirían dirigir la Generalitat desde la distancia. Pronto se ha descubierto que gobiernos y partidos no se comportan como empresas. Las diferencias son múltiples pero hay una esencial: la relación entre sus miembros es distinta.

En lo político la cadena de lealtades tiene mucho más recorrido puesto que la mayoría de cargos dirigentes son intercambiables. Un cuadro filólogo puede ejercer como director general de sanidad y después encargársele una secretaría de obras públicas. En una empresa barcelonesa, aunque la dirijan desde Boston, un administrativo no ejercerá las labores de un ingeniero de caminos. Por ende, el contacto personal y el favor para medrar en política es más socorrido.

Pronto verán donde quiero llegar. Puesto que las palabras confunden y la lectura del pasado se simplifica, denominar ‘exilio’ a la situación de Puigdemont puede confundir a quienes para entender qué se puede esperar de su situación trazan un paralelo histórico con los exilios de Macià y Tarradellas. Entre 1923 y 1931, el primero pasó tanto tiempo tejiendo alianzas contra Primo de Rivera como bregando con los suyos —aunque se obvie siempre— para mantener el liderazgo de su partido-movimiento Estat Català. La disputa más sonada fue con Daniel Cardona, pero no fueron pocos los dispuestos fuera y dentro de Cataluña a hacerle la cama.

Por su parte, Tarradellas, tras la Segunda Guerra Mundial, siendo secretario general de ERC, trató de controlar los movimientos del tenue antifranquismo en Cataluña. Por lecturas y la experiencia de su admirado De Gaulle sabía que si no lo hacía, en cuanto la dictadura acabase serían los políticos de dentro quienes tomarían las riendas. De ahí su interés por mantener enlaces como Pere Puig y Josep Fornas. Ya presidente, la cruzada de Tarradellas contra Montserrat, Òmnium Cultural y un largo etcétera fue por diferencias en cuanto al enfoque catalanista sí, pero sobre todo por la dirección del interior.

Y ahí vamos. Bajo las dictaduras en Cataluña no había recorrido profesional en ninguna administración autónoma. Los catalanistas tenían su vida al margen de un entramado político que era amateur y, por tanto, su arribismo podía perseguir múltiples intereses, pero el pecuniario a penas. A su regreso, mientras Macià integró en la Generalitat a muchos que con ello vieron resarcida su colaboración con él, Tarradellas fue calumniado por quienes esperaban una recompensa en forma de cargo por sus aportaciones cuando éste no llegó.

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La situación en la Cataluña autónoma actual —y mientras la República no llegue— es muy diferente y manejar egos, modus vivendi y aspiraciones es, a pesar de Skype y la telefonía móvil, mucho más complejo que cuando no hay pastel. Puesto que ha optado por bajar a la arena y no jugar un papel representativo au-dessus de la mêlée en el independentismo, Puigdemont necesitará demostrar a quienes esperan beneficios de la política que es a la sombra de su carisma y estrategia que las podrán conseguir. De otro modo corre el riesgo que los suyos —que por independentistas que sean tienen un tempo vital diferente al suyo por razones obvias— atiendan a cantos de sirena de estrategias contemporizadoras, que le limiten a líder de facción.

Puigdemont no afianzó su mando des del gobierno en el PDeCAT, en el que era un outsider. Una situación bien distinta a la del presidente de ERC. Cuando Oriol Junqueras se topó con la injusta prisión provisional tenía un liderazgo más asentado en su partido, también en lo ideológico. De momento, y puesto que no hay sentencia que ponga horizonte a su reclusión, su cadena de lealtades permanece menos dañada, que no intacta. Y visto que nadie más quiere acabar en prisión la apuesta renovada por un independentismo gradual intranquiliza menos a los cuadros del partido que una nueva jugada arriesgada. Hay mucho más, por supuesto, y las ambiciones particulares se entremezclan con las afinidades personales a ambos lados, pero lo vivido en el Parlament estos días es la punta del iceberg de la cocción del liderazgo en cada sector del independentismo.

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