Adiós, sargento Canut
El actor nos regaló personajes de leyenda
Atardecía en rojo ya otoñal y sonaba Ventura Highway cuando llamó el teniente Blueberry, que es el nombre de guerra de Jacinto Antón, para comunicar una baja en el fuerte: el sargento Carles Canut. Pensar ahora en el sargento, para no apearnos del wéstern, es verle con la mirada maliciosa de Walter Brennan y el peligro del viejo Edmond O’Brien. Canut contaba soberbias historias de sus diez años de bohemia teatral en Venezuela, una bohemia que había comenzado en el Instituto Americano de Barcelona, cuando Mario Gas, Santiago Sans, Emma Cohen, Carles Canut y una estupenda lista de enfebrecidos montaron Gogo Teatro Independiente. En Venezuela, sin embargo, fue cuando el sargento grabó en su escudo un lema de por vida: “P’atrás, ni pa’ tomar impulso”.
Galopó lejos del fuerte y nos regaló muchos otros personajes de leyenda: imposible enumerarlos. En el Romea (su casa, que dirigió durante años) y a las órdenes de Xavier Albertí, fue el Reger de Maestros antiguos, de Thomas Bernhard, donde parecía un gatazo con ojos de tigre, un gatazo que tenía algo del Welles de Question mark, algo del francés Roland Bertin o, a la inglesa, del no menos enorme Michael Bryant. Reger, crítico “filosófico-musical” del Times fue, a mi juicio, su gran creación de madurez, un largo monólogo, que sus sudores le costó, con una escena inolvidable: cuando le cuenta a Atzbacher/Roger Ruiz, cómo conoció a su mujer muerta y sus visitas al cementerio: no quedaba un ojo seco en la sala. Recuerdo también, por supuesto, sus grandes trabajos con Calixto Bieito, de los que destaco el sicario Hubert de Burgh en el shakesperiano Rey Juan; Robert, el jabalí lúbrico en Plataforma, la adaptación de Houellebecq, que le valió un Max al mejor actor de reparto. Y el Gloucester de El rey Lear, claro. Curiosamente, no me vuelve el feroz deshojamiento sino aquella caída que parecía un vuelo, y cuando tomaba su sopa como solo un mendigo de Galdós (o de Buñuel) sabían hacerlo: a Rossellini le hubiera encantado. Canut hizo, por cierto, poco cine: se merecía y nos merecíamos mucho más.
Su caballo regresa a las praderas del wéstern, porque ahora vuelvo a verle casi como Edmund Gwenn, y así lo escribí cuando interpretó un personaje casi fordiano en uno de sus últimos trabajos, Las brujas de Salem, de Miller, dirigido por Andrés Lima: Giles Corey, el granjero honesto e ingenuo que intenta enfrentarse a los inquisidores. También le veo de nuevo con José María Pou, en el Sócrates de Gas: Pou y Canut, dos viejos compañeros, calentándose las manos con relatos frente a la fogata imaginaria, mientras suena un acordeón también imaginario.
Mejor: quiero que ahora suene como despedida la música de Garry Owen, quizás el más feliz de los himnos del Séptimo de Caballería, una antigua marcha militar irlandesa del siglo dieciocho. Y que sus compañeros canten el cuarteto final de aquel poema de Manuel Machado: “Valiente soldado del arte / adiós, que luego nos veremos / también nosotros nos iremos / con nuestra música a otra parte”.
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