Dividir Cataluña, destruirla
Muchos son los que trabajan para dividir y pocos los que trabajan para evitar la división y regresar al diálogo civil, a la política
Hay muchas formas de entender Cataluña, pero hay dos especialmente peligrosas por su radicalidad y su afán de ocupar el espacio entero de la vida pública. No son iguales ni equivalentes, ciertamente, pero cada una de las dos se dice y cree representativa del conjunto del país —unos le llaman pueblo, los otros ciudadanía— e incluso de su mayoría social, aunque las elecciones, los únicos métodos mínimamente fiables, nunca les hayan dado la razón, ni a la una ni a la otra.
De hecho, se trata de dos tribus hasta ahora gritonas y constantemente agitadas, pero últimamente lanzadas a plantear los legítimos combates políticos en los términos absolutamente ilegítimos de un conflicto civil. Hasta ahora, la virulencia de sus actitudes solo se había expresado en la forma desagradable pero finalmente inofensiva de los insultos y los ataques digitales y mediáticos, pero últimamente son crecientes las incursiones a la provocación y la violencia física. Todos hemos podido percibirlo en unas palabras, un gesto o una mirada, de una y otra parte, que no ocultan el deseo mórbido de llegar más lejos, como una soterrada y obscena apelación al martirologio cruento.
El momento no es todavía grave, pero sí lo es la escalada, la dirección de la flecha y la fuerza de las pasiones que la tensan y la dirigen al objetivo cainita, fruto consecuente de los resentimientos desbocados, los odios acumulados y los desprecios exhibidos, sentimientos en los que las dos tribus se hermanan. Son dos tribus en una a la hora de denunciar al actual Gobierno, responsable siempre de las maldades del adversario, por poco o por demasiado, o porque hace el juego al fascismo de los unos o hace el juego al fascismo de los otros. Lo son también y sobre todo en los insultos que profieren como en los que reciben: fascistas y nazis, prodigados por unos y otros para denunciarse y demonizarse mutuamente. Finalmente, trabajan ambas por un objetivo idéntico: quieren aniquilar al adversario, rechazan cualquier transacción, la idea de un empate y no digamos ya la aceptación de la propia derrota. Antes prefieren reventarlo todo, la democracia española, Europa, el autogobierno, Cataluña, que ceder un milímetro en sus exigencias intolerantes. Ambas quieren venganza y solo en la rendición incondicional verán satisfechas sus ansias de aniquilación.
Así son, aquí y en todas partes, las fuerzas que conducen a los países hacia los conflictos civiles. Podemos esconder la cabeza bajo el ala y tranquilizarnos con la repetición de frases consoladoras para que calmen nuestras angustias. Podemos incluso silenciar nuestros temores con el argumento de que formularlos es invocarlos y convertirlos en profecías que se cumplen a sí mismas. Todo lo podemos hacer en el territorio incierto y volátil de las supersticiones verbales, incluso decir que son temores infundados y que el peligro no existe.
Solo hay una cosa que no podemos hacer, que no debemos hacer, si queremos evitar esta demencial escalada: añadirnos ni que sea ocasionalmente a uno de los dos bandos que ahora andan buscándose por las esquinas del país. Hay demasiada gente que trabaja para dividir, las dos tribus enteras ciertamente, y muy poca que trabaja para evitar la división, para devolver al terreno de la palabra libre y civilizada, que es la de los argumentos, la política y el diálogo.
Quitar lazos amarillos, como ponerlos, embadurnar de amarillo, como hacerlo de rojo, colgar y descolgar banderas, sean esteladas o españolas y al revés, forma parte de los rituales y rutinas bélicas propias de los guerreros de las tribus, que los ciudadanos civilizados deben abstenerse de practicar. Todos reivindican la libertad de expresión, y con razón: pero digamos bien alto y bien claro cuáles son los sentimientos de resentimiento, odio y desprecio que quieren expresar. Tienen derecho a expresarse, pero los otros ciudadanos tenemos derecho y obligación de censurar su irresponsabilidad, la de los que cuelgan y la de los que descuelgan.
Una nación dividida contra sí misma necesariamente caerá. Vale para Cataluña y también vale para España en su conjunto. No serán los lazos amarillos los que darán la libertad a los políticos presos. Ni su censura será la que los mantendrá encarcelados. Al contrario, la guerra de los lazos que tanto gusta a los extremos perpetuará el castigo prematuro al que están sometidos. Si los queremos en casa pronto, tan pronto como sea posible, tendremos que dejar atrás la guerra de los lazos y todo lo que signifique agravar el enfrentamiento civil. Es duro decirlo, pero son los caudillos de ambas tribus quienes los quieren en la cárcel, unos como prenda sacrificial que les permite revivir su proyecto fracasado, los demás como prenda vengativa para evitar que reavive el proyecto fracasado.
En contra de lo que se diría a primera vista, la oposición irreductible que separará cada vez más a los catalanes y los dividirá en dos comunidades enfrentadas no será entre la república y la monarquía, la independencia y la Constitución, entre los que hablan de presos políticos y los que lo hacen de políticos presos, los que ponen lazos amarillos y quienes los quitan o los convierten en banderas rojigualdas, sino entre los que quieren dividir y destruir Cataluña y los que quieren unirla y preservarla.
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