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CAFÉ DE MADRID

Aparecidos

El autor recorre las calles de la ciudad entre visiones de su imaginario cultural

JORGE F. HERNÁNDEZ

Esa belleza que caminaba a pierna suelta por una tangente de Atocha era nada menos que Greta Garbo, renacida y palpable, aparecida de milagro y con prisa. De lejos, confirmaba la serena majestad de su belleza ahora en tiempos en que sería delito lanzarle un piropo y quizá por eso la dejé avanzar sin intentar acercarme, pero agradecido de que me lanzara un guiño a la distancia. Ese mismo día, en una de las salas del Museo del Prado escuché a mis espaldas la enrevesada explicación de un cuadro del Bosco, donde el de la voz se enredaba con aquello de aquí tenemos el jardín que no se sabe si es del Edén o del edamame donde por ejemplo, digo porque si no me entiendes, Dios hizo al hombre y ahí está Eva, porque yo tuve una tía que yendo por el crucero del cruce que tenemos todos que cruzar. Era Cantinflas, con uniforme de conserje pero el pantalón a media asta, los bigotitos a los labios y un paso danzarín que confundía al incauto grupo de turistas que lo seguían como flautista de un cuento de hadas.

Decidí entonces abordar un autobús y en la siguiente parada abordó vestido de gladiador romano un Russell Crowe ensangrentado y feroz que se fue abriendo paso por en medio de los pasajeros como si fuera a partir plaza en el Coliseo; se tiró exhausto en una banca reservada para la tercera edad y parecía dormir aunque todos advertimos que no soltaba la espada que llevaba empuñada como un mando a distancia. Volví entonces a las andadas y en una callecita de Chamberí me topé de frente con Charlie Chaplin, bigotito, bastón y chanclas; jugamos al juego de no saber a qué lado de la acera correspondían los pasos de cada quién y contra toda regla del cine mudo se escuchaban sus carcajadas que subían por los balcones hacia las nubes de un Madrid que parecía telón de cine.

Al tibio amparo de un café anónimo decidí sacar la libreta e intentar el dibujo de la diva que discutía el precio exacto de un cruasán, sin reparar que se trataba nada menos que de la Mujer Maravilla. Al parecer hacía una pausa en sus recorridos supersónicos para calmar un antojo y el hechizo parecía romperse cuando por la ventana del café vimos desfilar —todos a una— el reparto íntegro de la vieja película Bienvenido Mr. Marshall que se unían en coro con todos los orates fantásticos de Amanece que no es poco, en un ameno convivio que bien era una marcha en pro de los derechos de los obreros desaparecidos o bien un delirio desquiciante que me aqueja cada vez que acumulo más y más madrugadas de insomnio ante la pantalla de los desvelados, hipnotizado durante horas con el imán de las constantes repeticiones.

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