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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El poder de la posesión de la violencia

La pauta del silencio tiene tradición en Euskadi: primero un silencio impuesto por el miedo y ahora por la comodidad

Josep Ramoneda

ETA prologa el anuncio de su disolución definitiva, al parecer a primeros de mayo, con una declaración en la que por primera vez reconoce el daño causado y pide disculpas. Un ejercicio retórico acompañado de un insólito texto explicativo, algo así como unas claves de lectura para los suyos, como si el gesto de reconocimiento de sus víctimas requiriera ser justificado. Vienen ganas de responder lo que el presidente Urkullu: “Que digan lo que tengan que decir” y, añado, pero que acaben de una vez. En el afán de dignificar su despedida, de dar un sentido a una tragedia inútil, el comunicado presenta el fin de ETA como el cierre de un ciclo de conflicto violento que empezó con el bombardeo que destruyó Guernica.

ETA ha necesitado siete años para pasar del anuncio del final de sus acciones armadas a la disolución definitiva. La elaboración del fracaso ha sido lenta y su vuelta a la escena mediática suena a muy antigua. En este tiempo, no solo los amenazados, sino también los agresores habrán descubierto el alivio de vivir sin violencia. ETA pone el cierre cuando se cumplen 50 años de sus dos primeros asesinatos: el del guardia civil José Pardines, en que fue abatido el militante Txabi Etxebarrieta (7 de junio de 1968), y el del torturador Melitón Manzanas (2 de agosto) Allí empezó el ciclo infernal por mucho que ETA busque sus raíces en la destrucción de Guernica.

Si algo enseña esta historia es el poder de contaminación y de posesión de las personas que tiene la violencia. Se sabe cuando se empieza (aunque a menudo ni siquiera esté claro el porqué) pero no se sabe cuándo termina porque hay una serie de dinámicas que hacen que el potro se vaya desbocando y que cuando ya llega a caballo sea muy difícil de frenar. Las dinámicas de la retroalimentación de la violencia son evidentes: la construcción del enemigo y la satanización de las víctimas, la lógica acción-represión y sus efectos como el rencor, el odio y la victimización, la clandestinidad, la configuración de una comunidad en torno a los héroes del pueblo, la notoriedad y la dimensión mediática del conflicto, y el propio interés corporativo de la dirección y los comandos. En este caso, además, venían reforzadas por la lucha contra la dictadura franquista que les otorgó un aura que tardó en caer. En estas organizaciones, el que tiene las armas tiene la última palabra, la violencia se adueñe cada vez más del presunto proyecto político.

La fascinación por la violencia tiene algo que ver con el error de juicio cometido en el tardofranquismo y la transición. Por voluntarismo o por ingenuidad estaba muy extendida la idea de que ETA se acabaría con la restauración de la democracia. En los partidos convencionales del antifranquismo se condenaba su violencia (el método) pero no el fin que se compartía: la resistencia contra la dictadura. Y su papel se reafirmó con el atentado contra Carrero Blanco, que dio en quién tenía que ser la clave de bóveda de la supervivencia del régimen. Kepa Aulestia lo dice así: “La enorme sorpresa con la que nos encontramos muchos, incluso los que habíamos sido miembros de ETA, es que ETA acabó matando más en democracia que en la dictadura”.

Cuando la transición emprendió su curso y se construyó la democracia, no se estaba preparado ni en lo ideológico ni en lo político para afrontar la continuidad de ETA. El abandono de las armas por parte de ETA político-militar y su paso a la legalidad, iba en la dirección pensada y se llegó a creer que era un primer paso. Pero si había división es porque había desacuerdo: ETA seguía y conservaba en Euskadi una base social de apoyo significativo. Algo que estaba en el programa de la transición.

La pauta del silencio tiene tradición en Euskadi: primero un silencio impuesto por el miedo (solo roto ante las mayores atrocidades de ETA) y ahora un silencio impuesto por la comodidad, quizá por miedo a poner en riesgo el alivio del final de la violencia. No hay reconciliación sin memoria, pero esta necesita su tiempo. No valen los atajos. Pero la pretensión de un relato compartido es absurda: ni libera, enquista. Como dice Kepa Aulestia: “Una memoria pactada, es una historia pactada, una aberración”. La madurez probablemente es asumir la convivencia en su imperfección.

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