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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Defender la libertad de expresión

En este país, la libertad de expresión sigue siendo entendida como una generosa concesión susceptible de ser retirada

Josep Ramoneda

El pasado jueves, en antigua cárcel Modelo, hablamos de libertad de expresión. Las libertades nunca están garantizadas. En Europa las habíamos dado por adquiridas y las sensibilidades se habían adormecido en los años previos a la crisis de 2008, en que arraigó una peligrosa cultura de la indiferencia. La crisis de gobernanza de las democracias liberales está haciendo emerger las peores caras de la pax europea.

Derechos fundamentales como la libertad de expresión están amenazados en un momento en que las aceleraciones del proceso de globalización han provocado un repliegue sobre los espacios nacionales. Último episodio: la victoria del autoritarismo ultranacionalista de Orbán en Hungría. Las instituciones europeas han venido tolerando la violación permanente de los principios de la Unión por parte de las autoridades húngaras y la derecha europea (el grupo popular del parlamento en el que se encuadra el PP) ha acogido el triunfo de su colega con entusiasmo.

El desconcierto de las clases medias, sumidas en el pánico después del descalabro sufrido con la gran recesión, está siendo territorio fértil para un giro autoritario. Y unos gobiernos en manifiesta pérdida de poder (y de confianza) por su incapacidad para poner límites a unos mercados globalizados, han encontrado en la emigración (convertida en chivo expiatorio) y en el terrorismo argumentos para exhibir músculo, especulando con el miedo, un arma política extraordinaria por su capacidad de propagarse y de paralizar a la ciudadanía. Y así hemos asistido a increíbles endurecimientos de las legislaciones penales, tarea en la que España ocupa un lugar destacado especialmente desde que gobierna el PP y su icónica ley mordaza. Una ley con aplicación de perímetro variable en función de cuál es el enemigo oficial del momento.

La libertad de expresión es un derecho fundamental que tiene que ser protegido por las leyes, pero es una ciudadanía activa, capaz de aceptar el conflicto como algo natural y la palabra como forma de afrontarlo, la que más puede hacer para defenderla. En este contexto, un incidente parlamentario menor adquiere relevancia. Tras una interpelación del diputado Carles Campuzano, el ministro Rafael Catalá le espetó: “Tiene usted mucha suerte porque puede venir a esta Cámara con ese ofensivo lazo amarillo que quiere decir que en España hay presos políticos”. Que en España hay presos políticos es una opinión tan susceptible de ser defendida y criticada como la contraria. El derecho fundamental a la libertad de expresión que legitima a cualquier ciudadano a llevar un lazo amarillo es presentado por el ministro de Justicia como una generosa concesión: un gesto de tolerancia con los equivocados. Y lo acompaña con el signo de la amenaza: tiene usted mucha suerte. La suerte siempre puede torcerse. Catalá debería saber que la libertad de expresión es un derecho, no una concesión

En estos tiempos en que los cuerpos de la seguridad del Estado van a la caza de delitos de odio en las redes y algunas instituciones y creencias pretenden situarse por encima del bien y del mal, protegidas penalmente de la crítica, uno siente cierta nostalgia de la tradición americana. La Primera Enmienda constitucional de los Estados Unidos establece sin ambages que el Congreso no podrá hacer ninguna ley que limite la libertad de expresión, la de prensa, y el derecho a la asamblea pacífica de las personas.

Todo tiene sus límites, la libertad de expresión también: la libertad del otro. Y es verdad que un sistema como el americano puede dejar desprotegidos a aquellos sectores más vulnerables que tienen poco acceso a los espacios de comunicación y creación de opinión. Pero es por la acción política, por la vitalidad democrática de una sociedad, que hay que defender a estas personas y no con las prohibiciones, que además, por lo general, buscan la protección de quienes no tienen nada de vulnerables: desde las altas instituciones hasta los aparatos represivos del Estado.

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No hay democracia sin palabra libre. Negar la palabra al otro no suma, enfrenta. Y esto vale para toda forma de coacción, ya sea desde la legalidad o fuera de ella. Pero en este país la libertad de expresión sigue siendo entendida como una generosa concesión susceptible de ser retirada. Y la proliferación de tipos penales basados en la subjetividad y en la presunción y no en hechos, la cercena y agranda las fracturas. Por eso hay que defenderla.

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