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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un tranvía llamado soledad

La incapacidad de Colau para llegar a compromisos duraderos, junto con las dudas del modelo de ciudad que defiende, ha impedido un acuerdo para un buen proyecto

Rosa Cullell
El tranvía de Barcelona, en la plaza de las Glòries
El tranvía de Barcelona, en la plaza de las GlòriesJOAN SÁNCHEZ

En Barcelona nos hemos quedado otra vez sin tranvía. Sobre el proyecto, del que comenzó a debatirse hace tres décadas, parece que haya caído una maldición. Con el 52% de los barceloneses a favor y muy pocos verdaderamente en contra, la alcaldesa Ada Colau no ha conseguido el sí de suficientes regidores para avanzar en la unión tranviaria de la Diagonal. El motivo, por más que se quieran dar explicaciones técnicas o financieras, es muy sencillo: la soledad política de la alcaldesa. Su incapacidad para llegar a compromisos duraderos, junto con las dudas del modelo de ciudad que defiende, ha impedido un acuerdo para tirar adelante un buen proyecto. Vista la dureza del último pleno, vamos a estar hasta junio de 2019 (fecha de las próximas Municipales), en periodo electoral. Entre reproches y sin gobierno.

Recuerdo el cierre de los tranvías —acusados de ruidosos, sucios y arcaicos— en 1971. Y también el romanticismo que sobrevivía, al menos en mi familia, y nos llevaba, algún que otro fin de semana, a subir hasta la falda del Tibidabo en el Tranvía Azul. En el trayecto, mi madre me contaba lo peligrosísimo que era ese tren que corría por la superficie, culpable de la muerte del arquitecto Antonio Gaudí. Su renacimiento se produjo en 1987, rodeado de la crítica de los defensores de invertir más en el metro; también de los gritos de quienes se oponían a prescindir de un carril para su coche. Durante más de 30 años, el proyecto se ha modificado y hasta ha sido objeto de un agrio referéndum, en 2010, sobre el futuro de la Diagonal. El resultado dio al traste con la unión de los nuevos tranvías —el Trambaix y el Trambesòs— y contribuyó a acabar con la alcaldía de Jordi Hereu.

Tanto tiempo de espera, pensábamos algunos, habrá servido para superar los miedos, afinar las cuentas y conseguir —al margen de ideologías— avanzar hacia una ciudad mejor, más sostenible ecológicamente. ¿No es eso, al final, lo quetodos los barceloneses queremos? Pero aquí estamos, con la misma gran Avenida de siempre, que nunca ha sido bonita ni amable con los peatones, y sin tranvía con el que atravesar la ciudad. En otras urbes, como Zaragoza, Florencia o Berlín, han puesto en marcha eficientes redes del polémico transporte. La única diferencia entre esas ciudades y Barcelona es que aquí el partido más votado (En Comú Podem) gobierna en minoría y, al contrario que en anteriores períodos de gobierno, no ha sabido tender redes estables de confianza política. Empieza a ser bastante frustrante para el ciudadano que, debido a esta parálisis política, completamente ajena a la gestión urbana, Barcelona no consiga aprobar proyectos del pasado y, menos aún, plantear objetivos de futuro.

No deja de ser extraña esta falta de alianzas, consecuencia del constante mercadeo de votos, de los bandazos gestuales (ahora independentistas, luego constitucionalistas) para atraer a unos y a otros, y de la inestabilidad que ese desnorte crea. Desde 1979, Barcelona siempre se ha gobernado en coalición más o menos complicada. Pasqual Maragall tuvo que pactar una y otra vez, al igual que los sucesores. Tras las elecciones del 95, las que dieron paso al último mandato del alcalde olímpico, quise felicitarle. Me miró, suspiró y dijo: “Pero otra vez a pactar con Lali Vintró... y quizás también con Pilar Rahola”. Así sucedió, y ambas (una de Iniciativa per Catalunya, la otra de ERC) fueron tenientes de alcalde. Aunque aquel día noté en Pasqual la frustración por no poder mandar sin pedir permiso, logró que los comunistas siempre le dieran apoyo y la eminente profesora Eulàlia Vintró fue pilar indispensable en la construcción de la nueva metrópoli.

El sueño de la mayoría absoluta es comprensible. Pero la falta de mayorías claras no puede llevar al abandono consciente del objetivo de todo político en cualquier órgano de Gobierno: el alcance de acuerdos, en pleno o sede parlamentaria, que permitan aprobar leyes, presupuestos y proyectos para aumentar el bien común y mejorar la vida del ciudadano. Si ahí fallan, el trabajo del político, en las democracias representativas, deja de tener sentido. Por eso es tan grave que al diálogo ni siquiera se le espere por la Plaza Sant Jaume, ni en un lado ni en otro.

El desengaño de la alcaldesa, al ver caer sus propuestas, ha sido enorme. La indiferencia del resto, histórica. La responsabilidad de lo que suceda a partir de ahora en Barcelona será colectiva. Llegados hasta aquí sin aliados, solo cabe preguntar: ¿cómo piensa la alcaldesa llegar hasta el fin del mandato? El tranvía en el que va subida se llama soledad.

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