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De Coyoacán a Chamberí

El autor compara sus paseos y vivencias por las dos ciudades de México y España

J. F. H.

Voy de Coyoacán a Chamberí, pasando por Polanco y el barrio de Salamanca; giro en Alcalá para confirmar si la avenida de los Insurgentes realmente mide cincuenta y dos kilómetros de largo. Me parece que de pronto la Castellana se parece al Paseo de la Reforma y que el entrañable paseo de Recoletos se clona con una calle bañada en jacarandas que desemboca en una de dos Cibeles.

Por instinto o corazonada me dejo llevar hasta el Zócalo o Plaza Mayor donde se venden sombreros bajo los portales que rodean el inmenso cuadrado donde ha desaparecido la más vieja Catedral de América y se cuelan por los arcos los albañiles que vienen a ofrecer sus servicios de mampostería recién disecada en las viejas callejas del Madrid de los Austrias que hoy se me confunde con la cuadrícula imperial de una calle que llaman Pino Suárez, donde hay un palacio en cuya esquina se asoma la cabeza de una serpiente emplumada en la rara geometría donde se junta la piedra chiluca de cantera gris con el rojo tezontle que es como esponja cuando tiembla la Tierra y empiezo a perder la brújula cuando veo que un niño lleva una vianda de mazapanes que parecen hechos en Toledo aunque consta que los hornean por el rumbo de San Ángel donde las bugambilias han explotado en una primavera de colores brillantes que nada tienen que ver con la nieve que colma los alrededores de El Escorial.

Camino por el Paseo del Prado hacia la estación de Atocha en medio de un frío de espanto que nada tiene que ver con el sol quemante que le cambia los colores a los edificios de la Colonia Condesa que me quedan al paso hasta doblar en una esquina con la intención de hacer una peregrinación a Lavapiés y dejarle unas flores a la estatua de Agustín Lara que parece instalarse por hoy en la esquina del Parque México.

El calor y el frío me enredan los sentidos y todas las palabras del mismo idioma encuentran por lo menos dos acentos distintos y dos definiciones diferentes en este enrevesado trayecto que me tatúa los insomnios y se enreda en las madrugadas de casi todos los días en que no dejo de llevar el corazón tan lleno de Madrid mientras camino sin despertar la entrañable pesadilla de la Ciudad de México. Dos ciudades, sístole y diástole, yin-yan de amores y odios que se arremolina sobre los siglos que las unen sobre los restos de dos lagos y un ensayo de río, pináceas con palmeras, sabores encontrados… tan cerca que se unen y tan lejos que se desconocen.

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