Milky Chance: Sin salirse del carril
El dúo alemán apela a la misma receta una y otra vez, incapaz de escribir un estribillo que no transcurra por la octava superior a la estrofa
A muchos cazadores de éxitos no les habrían saltado las alarmas con Stolen dance, una pieza de ritmo parsimonioso y tesitura muy grave en las estrofas que difícilmente encaja con las pautas de los pérfidos y endiablados algoritmos. Por suerte, las reacciones del ser humano no siempre se ajustan al dictado de la matemática. Es bueno que ello suceda, de por sí, y ha supuesto una bendición en el caso del dúo germánico Milky Chance, que ayer comparecía en La Riviera con el aforo reventado desde hace semanas. Ventajas del boca a boca en la era digital: la cancioncita de marras ronda a estas alturas los 800 millones de escuchas en las plataformas.
No ayudó anoche el sonido, apelmazado y turbio como no se sufría en La Riviera desde tiempo atrás.
La confluencia de dos alemanes, el rubio y el moreno, al frente de una banda concebida para la felicidad bailable nos coloca en el trance de recordar a Modern Talking, seguramente lo más atroz que aconteció en los años ochenta junto con las hombreras y el thatcherismo. Tranquilos todos: no es el caso, evidentemente, sobre todo porque ni el moreno Clemens Rehbein ni su compinche Philipp Dausch se cardan las cabelleras. Pero la linealidad de su discurso a veces puede abocar a la desesperación. El repertorio se sustenta, una y otra vez, en tiempos medios para balancear la cabeza, atisbos de reggae, mucho bombo para reforzar el dos por cuatro y un poco de percusión que enriquezca el chunda chunda de la batería. Y así, hasta donde nos alcance la paciencia.
No ayudó anoche el sonido, apelmazado y turbio como no se sufría en La Riviera desde tiempo atrás. Tampoco el permanente tono nasal y chillón en la garganta de Rehbein, que parece siempre necesitado de algún fármaco contra la carraspera. Los ánimos se exaltaron pronto, sobre todo con recetas como Blossom (el título del segundo álbum) o la irresistible Flashed junk mind, con la que parece difícil reprimir las ganas de saltar. Pero la mejor nota de color, casi la única, la advertimos cuando Dausch desenfunda la armónica para Peripeteia y por un momento entran ganas de recuperar, si no la fe, al menos un hilo de interés.
Se trata de un rearme fugaz. Los de Kassel apelan a la misma receta una y otra vez, incapaces de salirse del carril, de escribir un estribillo que no transcurra por la octava superior a la estrofa. Stolen dance es una ocurrencia feliz y meritoria, pero sus creadores la han erigido en patrón. Y no quieren o, aún peor, no saben discurrir por otros derroteros. Pueden echar unas gotitas más de Jamaica o de percusión afrolatina en la pócima, pero con tan exiguos principios activos resulta difícil revolucionar los organismos. Ya no es que Philipp y Clemens resulten monótonos y pavisosos sobre el escenario, circunstancia contradictoria para una banda teóricamente vitalista como esta. O que la iluminación convierta a los músicos en espectros. La diversión fue la tónica, pero sin euforias. Y cuando por fin llegó el megaéxito meritorio, en los bises, la sensación es que llevábamos ya casi toda la noche escuchándolo.
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