Alcachofas, aceite, pan y sobrasada
La hortaliza se regala al paladar cruda, hervida, frita, en tortilla, en ensalada, escabechada, rellena, tostada, al horno, de guarnición de compañía, en regimiento...
Antes de perforar la Serra, la travesía —ir y volver— hasta el valle de Sóller, por el coll, superando la montaña, para los mallorquines fue una aventura entre la belleza y el vértigo. Llegó el túnel para coches y el descubrimiento resultó fácil, demasiado. Aunque la realidad demuestra que en Mallorca resulta una fatalidad horadar la isla.
En los años 90 del siglo pasado, agujerearon esta tierra para el negocio del cementerio privado Bon Sossec y el túnel de peaje de Sóller. Ambos tinglados particulares, que ahora son públicos, pagados por todos finalmente, provocaron historias nunca completamente detalladas de fiascos y regalos, corrupción en definitiva.
Ir a Sóller era y es una aventura para los ojos y todos los sentidos, todavía. Para ir a probar su aceite, las olivas, las naranjas y limones que tienen los linajes de su entorno y los ecos de los textos de grandes autores, locales y pasajeros globales. De vez en cuando, nativos, residentes y turistas van en buscan de la cocina propia, detallista, payesa y señorial, injertada discretamente por las voces y toques de sus migrantes franceses y americanos, mestizos y criollos.
Con aquellos que ya no están, no pueden o se convirtieron en huidizos, la peregrinación por las curvas y cuestas acababa ante unas alcachofas rellenas de cas Pentinador — El Guía de la ciudad de Sóller. Era un destino motivado, gozar discretamente, cazar unos instantes del pasado. No era una casualidad la uniformidad del personal, el delantal blanco (media sábana atada) sobre el traje negro del camarero cortés y educado del viejo hotelito.
La indumentaria y los gestos formaban parte del manifiesto hospitalario y gastronómico. A lo largo de medio siglo se guardaron vivos la memoria y el estilo honesto de aquellas alcachofas rellenas. Durante décadas allí mandó el mismo cocinero.
La alcachofa, un corazón alado, es familiar comestible de un artefacto natural bello y peligroso, la flor del cardo. Sobre todo, en crudo, al natural, representa una de las alegrías de la mesa del tiempo frío, es un menú diverso de los días breves, un fruto narra la tierra de la gran mar entre tierras, la nuestra, el Mediterráneo.
Son numerosos los amantes de esta hortaliza, sí, existe una militancia también. La alcachofa se regala al paladar cruda, hervida, frita, en tortilla, en ensalada, escabechada, rellena, tostada, al horno, de guarnición de compañía, o en regimiento dentro de todos los arroces, en guisos, cocidos, estofados o greixeres.
Hoja a hoja
Hoja a hoja resulta una oración. Se alía perfectamente con el aceite de oliva en crudo o muy caliente. Casa perfectamente con el pan cubierto de sobrasada cruda o tostada, en mordiscos lentos, alternos, mojando el corazón blanco y tierno de la hoja de la hortaliza en una tacita con aceite, sal, limón o, quizás, vinagre.
Mediterráneo al completo sin managers, apóstoles o profetas. Esta manera periférica, tradicional, espontánea, de mezclar —sin recetario ni gurús— algunos productos centrales de un lugar concreto en las fronteras litorales del territorio es la cocina, esas comidas comunes, identificables. Pan, aceite, sobrasada, sal, limón y alcachofa, pongamos por caso.
Hay cientos de posibles alianzas directas del corazón alado y peludo del vegetal verde, negro o morado, según la casta o cultivo, si forastero o local/isleño. Son flores sin explotar de plantas que nacen y mueren cada año marcando rayas verdes y después grises, marginales en muchos campos que fueron de cultivo, a la manera de generaciones perdidas.
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