El váter de oro
Paradojas de defecar en el museo en un inodoro artístico y luego hacer crítica política con él
Estaba en las primeras páginas de los periódicos: Nancy Spector, directora artística del Guggenheim de Nueva York, ofreció un váter de oro macizo y usado al presidente Trump para decorar sus habitaciones en la Casa Blanca en lugar del Van Gogh que había pedido. Ocurrió en septiembre. Una manera estupenda de celebrar el centenario del famoso retrete de Marcel Duchamp en 1917, un urinario masculino que armó escándalo. Es difícil decir qué tiene más enjundia, si el desplante institucional o que el váter sea una obra de arte (que será más valorada a partir de ahora precisamente por haber sido ofrecida a Trump).
El arte contemporáneo y sus paradojas se pueden explicar en parte como una historia de retretes. Cuando en clase hablamos del urinario de Duchamp de hace un siglo el desconcierto de los alumnos se transforma en interés jocoso, lo que es muy de agradecer. Aquel urinario sigue siendo muy moderno, como el bigote y la barbita que el mismo artista pintó a la Gioconda en una postal. Su gesto provocativo de hace cien años se mantiene, como un buen graffiti en las paredes del baño de un bar del Raval. Más que arte el urinario es un gesto que cambió la percepción de lo posible al valorar algo industrial, masivo y ordinario, que está en la frontera de lo público y lo privado. En términos actuales, arte de género. Pues se trata de un urinario público masculino (que se sigue fabricando y usando). Y el arte cambió.
Su historia tiene miga. La idea fue de la poeta y artista Elsa von Freytag-Loringhoven, la Baronesa Dadá, y Duchamp promovió su participación en la muestra de la Sociedad de Artistas Independientes. No asumió ninguna autoría hasta 1950, cuando ella ya había muerto. El grupo de amigos dadaístas había urdido el asunto en 1917 para demostrar que el urinario sería censurado y no se expondría, como así sucedió. Lo pusieron del revés, lo firmaron y lo titularon (Fuente). Y se convirtió en escultura. Una broma cargada de mala uva, que ha consagrado a Duchamp. Todavía es provocativo: ¿quién dice qué es arte? ¿cuándo hay arte? No es obvio, mantiene cierta sutileza. No se vendió ni procuró un céntimo a nadie. Ni por supuesto funcionaba. Fue destruido y solo se conoció por una fotografía del muy reputado Alfred Stieglitz nada menos, en una prueba más de que la operación urinario era una protesta cultural, tal como luego explicó el grupo en una revista, The blind man (en Laie he visto una edición facsímil). Gracias a esa foto se han reconstruido las copias que de tarde en tarde se pueden ver en alguna expo.
Vayamos al váter de ahora. No es industrial, ni mucho menos. Es único, ha costado un millón de dólares y ¡funciona! Es unisex. Una obra del italiano Maurizio Cattelan, bromista cínico que reelabora en clave de farsa los iconos más conocidos. Juega con las expectativas y le echa morro, como enseñó Duchamp pero sin arriesgar demasiado y sin sutilezas. Puede exponerte un niño de rodillas rezando y cuando le ves la cara resulta ser Hitler. Es desde luego eficaz. Su inodoro se titula América y el museo lo considera una crítica a fortunas como las de Trump (se desconoce la de Cattelan, que no es un artista que viva en la austeridad, no es en esto tampoco como Duchamp). Este váter de oro será nunca destruido. Y ha sido usado, muy usado. Se expone instalado y en funcionamiento. Se usó en el Guggenheim unas cuantas semanas, antes de que Trump decidiera presentarse como candidato. Cada visitante podía utilizarlo para hacer sus necesidades o simplemente sentarse en él. Miles de visitantes lo han hecho servir y se han reído mucho. No se conoce la respuesta de la Casa Blanca, que no se ha dado de momento por aludida.
Nadie se ha escandalizado. Nancy Spector ha sido levemente criticada por descender con esta decisión al nivel del gusto de Trump, que tiene griferías de oro hasta en su avión privado. El presidente es tan extravagante y arbitrario que nada relacionado con él sorprende. Por aquí la cosa se ha visto como un chiste, aunque quizá no lo sea tanto como parece. Sus paradojas son agudas. Qué museo se atrevería a hacer semejante oferta. Y quién iba a decir que este trono de oro serviría para avergonzar a un gobernante igual de zafio y prepotente. Tal vez es que todo en realidad liga. Permites defecar en el museo en un váter así de artístico y luego gana quien gana las elecciones.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.
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