Ripley, el talento de un don nadie
BCNegra disecciona al inquietantemente atractivo psicópata que creó Patricia Highsmith
“Los asesinos que uno se encuentra leyendo el periódico son, la mitad de las veces, deficientes de algún modo o, simplemente, insensibles (…) él es razonablemente inteligente y tiene un carácter amoral; supongo que encuentro un contraste interesante con la moral estereotipada, que con frecuencia es hipócrita y falsa (…) No se pueden hacer historias interesantes con imbéciles”. Así justificaba Patricia Highsmith la creación y la personalidad de su célebre Tom Ripley, uno de los talentos criminales más inmorales que ha dado la historia de la novela negra. Es ese estafador (y frío asesino) snob, pero de origen bien humilde, que nació en 1955 en el thriller psicológico El talento de Mr. Ripley, paseando descalzo y desclasado por la playa de la imaginaria Mongibello cumpliendo el encargo de los riquísimos padres de Dickie Greenleaf para intentar convencerle de que éste deje su vida disoluta y hedonista y lo traiga de vuelta a EEUU. Pero quizá ocurre, y a lo mejor ahí radique lo inquietantemente atractivo del personaje, que, por un lado, es traumático no sentirse amado y, por otro, que personas (¿objetivamente?) menos válidas y más estúpidas que uno gocen de una vida de ensueño. Y entonces Ripley decide asesinar y suplantar, con la consecuente espiral.
“Ripley, hoy, rondaría los 90 años y con su capacidad de disfrazarse, es muy probable que esté aquí”, bromeó la tarde del sábado dirigiéndose al auditorio el escritor Miqui Otero, encargado de moderar una mesa redonda sobre el personaje de ficción estrella este año en el festival de novela policiaca BCNegra, que acaba este domingo. Para intentar identificarlo, tres sabuesos de postín: Jorge Herralde, fundador de Anagrama y editor de las obras de Highsmith, a la que trató ya en "en plena leyenda negra de adusta, muy alcoholizada y que casi no comía", recordó; la escritora Marta Sanz, admiradora confesa y creadora del detective homosexual Antonio Zarco, y la también autora Teresa Solana, antropóloga y cuyos investigadores gemelos protagonistas de sus obras tienen rasgos ripleyanos.
A Ripley, pues, un equipo así lo caló pronto. “No se trata de un psicópata encantador: nos atrae porque es tan poliédrico y está tan lleno de contradicciones como nosotros; en el fondo, sus amigos son peores que él en muchos aspectos”, lanzó Solana. “La capacidad de Highsmith para hacer creíble un personaje tan contradictorio, para truncar las expectativas del lector, es brutal: cuando crees que es un psicópata luego le ves con remordimientos de conciencia”, refuerza Sanz, que tiene viva en la memoria la imagen de ese Ripley “tan, tan, tan guapo, demasiado incluso, que fue Alain Delon”, citando así la primer adaptación al cine de la obra, la de René Clément de 1960. Casi cuatro décadas después, tendría el rostro de Matt Damon, en la versión de Anthony Minghella (1999).
“Pues la interpretación de Delon le gustó a Highsmith”, terció Herralde, que hizo notar con agudeza que el crimen de Ripley “es pasional: el ve el lujo y el arte y se siente fascinado; hay un sentimiento de amor, pero sin sexo, de Ripley hacia Dick y siente celos de la novia de éste… Ripley, en el fondo, tiene miedo, no quiere volver a ser un don nadie, ese ‘nobody’ que puebla la novela de Highsmith”. “Es cierto, Ripley no mata por gusto sino por necesidad, pero lo hace sin remordimiento; es un snob, se considera superior a todos”, ratifica Sanz. Pero Solana, autora de Un crim imperfecte, añade un matiz: “Aunque algo le pasa porque, ya siendo rico y con estatus, sigue suplantando, vampirizando identidades: o no tiene bastante dinero o se aburre”. “Sí, como Sherlock Holmes: necesita desarrollar su talento, su creatividad para matar”, reforzó Sanz, autora de Black, black, black. Y volvió a matizar Herralde: “Su creatividad la destina a hacer planes para matar, porque él es elegante, pero lo que es matar, mata chapuceramente…”, dijo citando sin citar los brutales golpes de remo o de cenicero con que Ripley suele liquidar torpemente a sus víctimas.
Don Winslow: “Mafia y policía cooperan”
"La mafia y la policía comparten códigos, sus miembros provienen de clases medias y bajas y tienen mayormente orígenes italianos o irlandeses; conozco policías que tienen cuñados mafiosos... A menudo, ambos colectivos cooperan". Lo afirmó en el marco de la BCNegra Don Winslow, quizá el novelista mejor informado de los trapicheos entre políticos, jueces, policías y el mundo criminal. Al menos, en Nueva York. Lo demuestra en Corrupción policial (RBA), obra de ficción donde "todo es verídico". Interrogado con habilidad por el escritor y periodista antonio Lozano, también desveló que "el 90% de los casos se descubren por chivatazos"; que los atentados del 11-S "salvaron a la Mafia en su momento más bajo porque los mejores efectivos y los presupuestos pasaron a la lucha antiterrorista". También explicó el fenómeno de lo que los propios miembros d elas fuerzas de seguridad llaman "testimentir": los policías suelen hacer "falsos testimonios, inventarse actividades o denunciar falsos tiroteos o delitos para poder intervenir sin esperar la orden judicial", si bien "jueces, fiscales y delincuentes saben el juego y negocian las sentencias" y que "hay unidades sucias que aceptan sobornos". Por supuesto, en las pruebas de análisis clínicos a los que deben someterse policías sanos prestan sus muestras de sangre u orina para encubrir a sus compañeros con problemas físicos o psíquicos, lo que le haría que perdieran su puesto y la futura pensión... Pero el autor de El poder del perro y El cártel (que hará una tercera entrega sobre la droga), aclaró: "Desde aquí es fácil decir que está mal, que parece que no haya un estado de derecho, pero hay que estar ahí luchando cada día; el policial es un complejo mundo moral".
Hubo unanimidad en el retrato psicológico: “Ripley cree que está corrigiendo una injusticia social” (Herralde); “es evidente que es infeliz por sus orígenes y se realiza forzando la vida que él cree que merece, para lo que no reparará en nada para alcanzarla, pero afloran las contradicciones” (Solana). Y mientras Sanz le puso un paralelismo literario (“el ansia de desclasamiento suele estar siempre castigada, por ejemplo en Agatha Christie; pero en Highsmith, nunca”), Solana le dio un vuelo filosófico: “Recuerda un poco al superhombre de Nietzsche, con un código moral propio, con unos valores que han dado la vuelta y ya nadie sabe qué está bien o mal; Ripley se queda mirando al lector y le dice: '¿Qué harías tú? ¿Querrías estar en mis zapatos, no?'”.
Highsmith convivió con su criatura 35 años, entre 1955 y 1991, traduciéndose en cinco novelas: El talento de Mr. Ripley (1959); La máscara de Ripley (1970), El juego de Ripley (1974), Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991). Herralde, adalid de la escritora en España tras el poco éxito que cosechó su anterior editor, Luis de Caralt, y que la ha mantenido bien vigente hasta hoy (ha publicado 32 títulos), desveló que, a su muerte, estaba escribiendo un nuevo Ripley, un personaje que la marcó tanto que “firmaba muchas cartas mezclando nombres y apellidos de ambos”. Al parecer, también se encontró una anotación sobre esa nueva entrega nonata: “Ripley se está volviendo loco con tanto cambio de identidad”. Tiene un punto de lógica: las reacciones de Ripley son “una respuesta extrema a las emociones que todos reconocemos: la sensación de que hay una vida mejor siendo vivida por alguien más en otro lugar”, y que quién no conoce en su vida a un Dickie “cuya atención nos hace sentir especiales… Todos disfrutamos de la luz de esa atención y sentimos el frío de perderla”, escribió Minghella. Por eso, según el cineasta, “todos hemos sido Tom Ripley”. Ni que sea una vez.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.