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Crónica
Texto informativo con interpretación

Unos libros cuchichean

Las bibliotecas, cada título un balbuceo, lo dicen todo de uno, y no tanto lo que somos como lo que habríamos querido ser y, quizá, ya no seremos jamás

Carles Geli
Los protagonistas de 'El Padrino'.
Los protagonistas de 'El Padrino'.Getty

“Coja los que quiera; eso es gratis”. Palafrugell. Hace apenas unas semanas. Tienda en liquidación. Entré por un mueblecito vagamente noucentista, y apliqué las artes de la supuesta indiferencia que aprendí en el Gran Bazar de Estambul. Como entonces con una mediocre alfombra azulada, éxito total: no me rebajaron ni un euro. “Eso” sin precio eran libros viejos. Claro, quién quiere libros ya, ni nuevos. Entre una nevera de segunda mano y un tocadiscos sesentero desvencijado, poco más de un centenar de ejemplares, perfumados de humedad y oscurecido su papel por el ácido del tiempo.

Un par de duras purgas y acabé reduciendo la elección a una quincena. La culpa, seis veces de Sven Hassel (General SS, Gestapo, Los panzers de la muerte, Batallón de castigo, Los vi morir, Montecassino). Todos en Libros Reno que editaba G.P. (Germán Plaza). Que además estuviera La piel, de Curzio Malaparte, y en la misma colección, me llevó, ahí en cuclillas, a dibujar al posible propietario, a partir de la premisa de que los libros nos definen, como la ropa: quien fuera tan fan de un posible nazi danés que se hizo rico inventando novelas de soldados alemanes corrientes en el frente, solidarios camaradas de dudosa reputación y escrúpulos, y de un presumido militar italiano proclive a la fantasía, medio protegido de Mussolini y admirado por el Conde Ciano, sólo podía ser un exoficial de las SS de incógnito en alguna de esas majestuosas casas de piedra de Begur de la Costa Brava. La imagino resguardada con un tupido seto y un par de agresivos pastores alemanes y con una biblioteca de nogal en un torreón desde el que difuminar el pasado ante las siluetas de las Illes Medes. Prefiero no psicoanalizar por qué me los he quedado yo también…

En el pack había dos joyas más que, creo, me redimen; una, discutible que fuera del mismo propietario: el volumen quinto, Estudis biogràfics, de las obras completas de Joan Maragall, edición de 1930 que hicieron los hijos, la primera sin censuras y con el famoso La ciutat del perdó, el artículo que le censuró Enric Prat de la Riba para La Veu de Catalunya. Pero el segundo, seguro que de mi ya cazado alemán: Los documentos de ‘El padrino’ y otras confesiones, de Mario Puzo (Grijalbo, 1973). La madre de éste creía, como mi vendedor, que los libros eran totalmente inútiles. No sabía leer ni escribir, ni tan siquiera su nombre. Bastante hacía con subir a los siete hijos junto a su marido, otro analfabeto, en el gueto napolitano de Manhattan, El fogón del infierno, como se conocía ese rincón de la Décima Avenida. Puzo quería huir, vía escritura, de un ambiente en el que un tío suyo robó cada día, durante 30 años, seis huevos, una barra de mantequilla y una bolsita de harina del restaurante italiano donde trabajaba. O donde los hermanos mayores de sus compañeros de pandilla asaltaban camiones cargados de vestidos de lujo que revendían a precios módicos en un barrio en el que todos --en invierno, el carbón y, en verano, el hielo-- robaban de los vagones de los hangares del Ferrocarril Central de Nueva York, el que daba empleo a la mayoría del vecindario.

Con 15 años, Puzo estaba corrompido por el poder, puro dictador, pura mafia: controlaba parte de un centro social para reconducir a los jóvenes y llegó a tirar lejía en polvo a los ojos de uno de sus monitores universitarios. Una confabulación de amigos y enemigos (“gran enseñanza”, decía) le sacó de ahí, eso sí, con las lecturas de Doc Savage, La Sombra, el Scaramouche de Sabatini y kilos de Dostoiewski. De todo aquello, le quedó que iba robando algún puro del despacho del productor de la Paramount cuando la adaptación de El Padrino, novela que tras tres años y sólo a base de indagaciones y datos sobre la mafia (“Nunca me he encontrado con un gánster digno de tal nombre”, aunque se dijo que había recibido un millón de dólares de ellos por ese ejercicio de imagen y relaciones públicas) se decidió a acabar en 1969 para cobrar el final de los 5.000 dólares que le había avanzado un nuevo editor y poder ir a Europa de vacaciones con la familia. Quería retocarla, por eso le dijo a su agente que no la moviera. Llevaba dos novelas mucho mejores, La arena sucia (1955) y La Mamma (1965). Buenas críticas, pero cada vez menos lectores e ingresos. Ahí descubrió que “los editores querían ganar dinero, no arte”, y él, “durante 45 años, había creído en el arte”.

Total, que volvió del Viejo Continente con 8.000 dólares de deudas por lo que se había pateado en los casinos de la Riviera, pero su agente ya tenía una oferta de 410.000 dólares por el libro que no debía haber hecho circular. Los derechos al cine casi los había regalado por un anticipo de 12.500 dólares a cuenta de los 50.000 si la Paramount la acababa adaptando. El libro estuvo 67 semanas como el más vendido en EEUU. La productora, que no creía mucho en las posibilidades del filme, puso a Francis Ford Coppola de director porque tenía raíces italianas y venía de dos fracasos, por lo que se suponía sería fácil de dominar. Si bien Puzo siempre pensó en Marlon Brando, la productora se opuso: estaba por Charles Bronson, pero ahí se impuso el mal genio de Coppola, como hiciera con Al Pacino para el papel de Michael, a pesar de un mes de pruebas decepcionantes y la insistente apuesta de los directivos por Robert Redford.

Puzo tuvo un encuentro morrocotudo en un restaurante con Frank Sinatra porque éste vio en el cantante apoyado por la mafia de la novela un retrato de sí mismo. Le obligaron a empezar el guion con una romántica y bobalicona escena de cortejo entre Michael y su futura esposa y no pudo incluir jamás una gran verdad, la frase más famosa del libro: “Un abogado puede, con su cartera, robar más que un millar de hombres armados”.

Para vengarse de un Hollywood que no le dio el control del guion ni de la película, Puzo escribió ese libro de confesiones, donde hay también algún ejemplo de su demoledora labor como crítico, con mortal estocada al Norman Mailer de Los ejércitos de la noche (“Si es el escritor mejor dotado de nuestra generación, le saca menos partido que cualquier otro de valía similar”. Fue el único que lo hizo en todo EEUU: el libro ganó el Pulitzer y el National Book Award). Y también fragmentos de un diario de cuando se ahogaba como artista frustrado, en 1950. Ahí dice, juzgando la valía de un escritor: “Lo único que uno puede hacer es decirse a sí mismo: ‘Voy a descubrir la verdad’ releer el manuscrito, tachar lo que suene a falso… no preocuparse de nada más”.

Curioso, en octubre de 1885, con 25 años, Maragall se plantea algo similar a Puzo: “Però jo, a pesar de ésser vulgar, ¿sóc capaç, verbigracia, de fer una revolució en literatura? (…) D’una banda, em sembla que sí, però de l’altra veig que no la faig; i això és d’una realitat abrumadora; perquè si no faig això, què faré?”. Paré de leer. Salté a Google y tecleé mi primera crónica para buscar la fecha: hacía dos años casi día por día y luego repasé muchos artículos viejos. ¿Egosurfing? Nada más lejos…

No creo que los libros nos lleguen por azar. ¿Qué dirán los míos cuando alguien los encuentre tirados por ahí? ¿Qué desvelan de mi yo periodista desde el James Agee de Elogiemos ahora a hombres famosos al Yo acuso de Émile Zola? ¿Y los estantes de biografías, desde las memorias de Ganas de hablar de Ignacio Agustí a las de El mundo de ayer de Stefan Zweig? ¿Y las novelas, desde el Tan alemanes de Walter Abish hasta Las memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar? ¿Y de Marinero en tierra de Rafael Alberti a Hojas de hierba de Walt Whitman en los anaqueles de poesía? ¿Por qué están éstos y no otros? ¿Qué buscamos al leerlos? ¿Qué cuchichean entre ellos sobre nosotros? Las bibliotecas, cada título un balbuceo, lo dicen todo de uno, y no tanto lo que somos como lo que habríamos querido ser y, quizá, ya no seremos jamás.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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