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La helada mejilla

Rosácea y helada, la mejilla de Madrid anda de nieve y niebla con los fuertes vientos

Jorge F. Hernández

De lejos, parece que invita al desprecio o que transpira una frialdad ajena a toda forma de afecto. Rosácea y helada, la mejilla de Madrid anda de nieve y niebla con los fuertes vientos que despeinan su sierra y congestionan la respiración de sus vías a Segovia. Es la breve y acolchada piel de su rostro que, conforme se acerca, parece evocar la tersura de cada infancia, carita de parvulario y esa inocencia con la que se pierden las miradas en pendejadas: la señora que se queda mirando la carrera de gotas en el cristal del autobús o el hombre que lleva perlado el abrigo con la llovizna —que parece que no moja, pero cala, esa que llaman txirimiricomo apodo vasco y que en México se volvió chipichipi y que en Veracruz llaman pelusa de gato—.

Una anciana sonríe bajo cero porque quizá me ha confundido con un nieto y un joven hace alarde de sus capacidades deportivas, con las mejillas aún más enrojecidas que los demás, por venir de trotar en medio del bosque que se alza en medio de Madrid y todo se vuelve un pequeño concierto de la helada mejilla con la que las caras desafían los fríos que tardaron en llegar.

De cerca, la helada mejilla se vuelve el entrañable almohadón del saludo, la piel plural unida por un instante y dos besos al aire, al filo de las orejas también heladas y parece entonces que Ella se sonroja y Él ha regresado al tiempo inasible, el que no vuelve, del sueño o primaveras pasadas donde las mejillas dormían acompañadas o revoloteaban en carcajadas unidas por un calorcillo que sonroja. Mejilla helada entre las manos del Otro que quiere que se confunda el vaho compartido de una conversación en el quicio de un portal, en el dintel de un invierno que pinta las caras de Madrid con tatuajes leves de escarcha invisible, cabezas en boina y gorros de lana tejidos como para enmarcar mofletudos y cachetones, flacos de pómulos en sepia y rostros intemporales del vientecillo, que cala hasta los huesos, que se manifiesta bajo los párpados —llorosa y salada agüita de azar—, que traza las raras coincidencias y las sincronías inesperadas, los nombres olvidados que llegan a la mente en cuanto se acerca la mejilla que parecía ajena y saluda efusivamente para que, por un instante de levísimo calor, ambas mejillas se fundan en una caricia instantánea que parece romper el hielo con esta madrileñísima costumbre de chocar ambos lados de la cara de un Madrid que, de lejos, parece frío y se va calentando conforme se multiplican los calores que irradian las voces calladas que entran todos los días por la Puerta del Sol.

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