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Rock / Sidonie
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hermandades y confabulaciones

La banda barcelonesa da rienda suelta a su vertiente más eufórica en la despedida de 'El peor grupo del mundo'

Concierto de Sidonie, el pasado verarno en Benidorm.
Concierto de Sidonie, el pasado verarno en Benidorm. MORELL (EFE)

Marc Ros no es solo un acreditado autor de canciones, y a veces himnos, del pop en castellano. La cabeza más visible de Sidonie es también un tipo con indudable sentido del humor, un mérito inusual (en el pop y en la vida) que se agradece muy especialmente en tiempos alborotados y fechas indigestas. Solo desde un mínimo de sorna, sagacidad y parodia puede titularse un disco y su consiguiente gira El peor grupo del mundo, una aventura que anoche llegaba en el WiZink Center a su postrera estación después de 15 meses de correrías. El título no es autodescriptivo, evidentemente, porque Sidonie es un grupazo y encontraríamos docenas de bandas por detrás en la clasificación, pero evidencia al menos un par de saludables determinaciones. La primera: no seamos tan solemnes con todo, relajémonos, conjuguemos la pasión y la sonrisa y, por el amor de dios, dejemos de tomarnos (en cada acto, en cada frase, en cada tuit) tan en serio. Y la segunda: puesto que tanto el mundo como nuestras vidas acabarán yéndose al garete, ¿qué tal si antes nos divertimos un poco?

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Ese espíritu lúdico, el empeño reivindicador del pop como una argamasa de hermandades, confabulaciones, actos desinhibidos y otros refrendos, empapó buena parte de la comparecencia de anoche, casi más fiesta de graduación que cita solo melómana. Y tiene mérito que una espoleta así la active una banda con ya dos décadas a las espaldas y algún que otro arañazo en la piel, como corresponde a los avatares cotidianos y los rigores de la mediana edad. Da lo mismo: Ros, Jesús Senra, Axel Pi y sus tres aliados para el directo irrumpieron en el Palacio repartiendo besos a tutiplén desde primerísima fila, certificaron su empatía con una obertura tan eufórica como Os queremos y consiguieron que casi 5.000 almas se consagraran a pegar brincos desde el primer estribillo.

Antes del trío catalán había sido el turno de Rufus T. Firefly, una banda tan estupenda como atípica y uno de los mejores argumentos para sacudirse la pereza y llegar a tiempo a los teloneros. Las singularidades no son solo geográficas (nunca había sido Aranjuez una cantera del rock alternativo), sino sobre todo argumentales. Psicodélico, progresivo y a ratos extraordinario, el quinteto que encabezan Víctor Cabezuelo y la batería Julia Martín-Maestro hacen confluir las enseñanzas clásicas del sinfonismo (King Crimson, Genesis, Premiata Forneria Marconi), los chicos más sinuosos y añorados del rock de autor (Elliott Smith, Jeff Buckley) y, sobre todo, esa lisergia planeante y embaucadora que tan bien ha sabido encauzar Tame Impala.

Resultaba divertido constatar cómo Cabezuelo tiene algo de Kevin Parker en versión peninsular y morena: el mismo porte desvalido, la voz más evocadora que poderosa, esa energía de nave espacial en expansivón. No tenemos ahora mismo a nadie más como ellos, en 2017 han entregado un álbum (Magnolia) entre los 10 o 15 mejores del año y el impacto de Río Wolf, Pompeya o Tsukamori, por lo que se corroboró anoche, empieza a ser imposible de pasar por alto.

En el fondo, la filosofía de los Firefly entronca en parte con El fluido García, acaso el disco menos recordado y peor comprendido de Sidonie, aunque El bosque y Perros volvieron a salir durante la noche a la palestra. Pero Ros, Senra y Pi transitan por un periodo mucho más nítidamente luminoso, a ratos de euforia desaforada: en la ya muy feliz Nuestro baile del viernes introducen una parada abrupta y sorpresiva para luego estallar en adrenalina. Y suministrar sin descanso Costa Azul, uno de sus títulos más clásicos y soleados.

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"Habéis tenido que renunciar a vuestras suegras, cuñados y al Tinder para venir a vernos a nosotros", se carcajeó Ros, siempre hilarante, capaz de bailar mal y retozar con su bajista en una Siglo XX memorable, exhibir el ombligo a cada rato o propiciar que los chicos presumieran de calzoncillos rojos durante el bendito delirio de Yo soy la crema. Todo muy loco. Muy despendolado. E indisimuladamente divertido.

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