Estremecedora intimidad en un Palau abarrotado
Diego el Cigala entusiasma en el Festival de Jazz

Diego el Cigala es como un viejo amigo. Uno de esos con los que te encuentras solo de tanto en tanto pero que siempre tienen algo nuevo que contarte o, incluso sin que realmente sea nuevo, lo hace cada vez de una forma distinta, siempre cercana y vuelve a atraparte en su discurso. Y la conversación fluye como si el tiempo no hubiera pasado, como si no hiciera un año desde el último encuentro. Así sucede siempre con Cigala, suele venir por aquí una vez al año y el reencuentro siempre resulta entrañable y sorprendente.
Esta vez la cita fue en el Palau, donde Cigala ha cosechado ya grandes éxitos, y el coliseo sinfónico barcelonés se volvió a llenar hasta lo más alto del órgano. Las entradas se habían agotado con bastante antelación poniendo sobre el tapete una disyuntiva interesante: o la tan cacareada crisis cultural que parecía embargarnos a todos ya se ha acabado o simplemente no afecta a todo el mundo por igual. A Cigala no le afecta y a sus seguidores tampoco porque se abarrotó el Palau con esa mezcla de etnias y culturas que le siguen fielmente y en la que la tradición gitana se codea con la modernidad hipster y todos a una entonan en el momento decisivo aquello de “Viva la madre que te parió” (también algún “¡Guapo!” se escapa de algunas gargantas femeninas).
Embarcado todavía en la promoción de su último disco de regusto salsero, el cantaor madrileño regresó a Barcelona con una propuesta totalmente diferente, huyendo de artificios e hipérboles instrumentales y reduciéndolo todo al mínimo: solo su voz y el piano de Yumitus Calabuig. Claro que no se puede hablar de mínimos cuando el pianista es Yumitus. El toque expansivo y colorista del barcelonés no solo es una red de seguridad sobre la que Cigala puede lanzarse al vacío sin miedo, es también un trampolín que, una vez tras otra, le provoca e invita a realizar ese salto. Juntos se presentaron ya hace un par de años en el Grec de Montjuïc y el triunfo fue apoteósico. Juntos volvieron a triunfar por todo lo alto ante un Palau que aclamándoles en pie no podía dar crédito a que el concierto hubiera acabado. Retomando el tópico: podríamos haber estado allí toda la noche.
Un puñado de boleros, con alguna incrustación de tango o de copla, llenaron una velada tan íntima como intensa, estremecedora por momentos, en la que la personalidad del cantaor (aunque mejor sería hablar de cantante) estuvo siempre muy por encima del material cantado. Cigala hace suya cada canción, se raja de arriba a abajo aportando un toque jondo y un poderío (natural, que nunca parece impostado) que borra de nuestra mente versiones anteriores. Lágrimas negras o Corazón loco sonaron esa noche como una auténtica primicia, como si las oyéramos por primera vez.
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