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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El poder suave catalán

En la ausencia de gran poder económico, ir al cuerpo a cuerpo con Madrid tiene poco sentido. Hay que agudizar el perfil propio

Josep Ramoneda

El independentismo se ha convertido en el culpable perfecto al que cargar cualquier fracaso. Hay quien lo utiliza incluso con carácter anticipatorio. Por ejemplo, algunos de quienes ya dan por hecho que Barcelona no tendrá la Agencia Europea del Medicamento, y que evidentemente será por culpa del soberanismo. Es evidente que la situación catalana preocupa en Europa y que hay un frenazo alarmante en la economía del país, que puede llegar a tener graves consecuencias según cómo evolucionen las cosas. No hay nada peor que minimizar por razones políticas e ideológicas lo que la ciudadanía ya percibe en su vida cotidiana: el consumo ha bajado, las inversiones están paradas, nos movemos en un territorio pantanoso que podría no tardar en empezar a engullir empleo. Y el que lo niegue está en el pensamiento ilusorio que tantos desastres viene acumulando.

Pero hay preguntas que hay que formular si no se quiere caer en el maniqueísmo que es una forma de ignorancia estructural instalada en muchas mentes. Sin duda, la escalada independentista ha provocado temblores de conocidas consecuencias políticas. Pero, resiguiendo el calendario de los momentos clave en el frenazo económico, es fundado pensar que lo que más daño ha hecho a la economía (a la catalana y a la española, que quiérase o no van juntas) es la sensación que ha transmitido el Gobierno español de no ser capaz de controlar con garantías la totalidad de su territorio. Que durante cinco años el soberanismo se haya ido consolidando sin que el Ejecutivo español fuera capaz de encauzar el conflicto o que los servicios de información de una potencia como España no fueran capaces de descubrir el plan b del referéndum independentista, en el que intervinieron varios miles de personas, no son precisamente datos que den confianza a los actores económicos, hoy cada vez más internacionalizados. ¿Quién manda en Cataluña? Que el propio presidente Rajoy formulara una vez en público esta pregunta lo dice todo.

Los nubarrones sobre la economía catalana no deben confundir las causas próximas con las remotas. Y si Cataluña se quiere replantear su futuro ha de tener en cuenta la evolución de los últimos años: el paso del capitalismo industrial al financiero y las transformaciones de la economía española, empezando por las privatizaciones de las empresas públicas en tiempos de Felipe González y José María Aznar, han convertido a Madrid en una capital económica global, y han dejado a Barcelona (y por ende a Cataluña), lastrada además por los fantasmas del pujolismo, en otro ámbito. Pasqual Maragall lo entendió y planteó el desafío en el terreno del soft power. Los Juegos Olímpicos son el icono de ello, pero solo es la bandera de mucho trabajo de fondo. Barcelona consiguió un lugar en el mundo a su modo, sin pedir permiso ni mirarse en el espejo de Madrid. Y así se hizo modelo de éxito. De algún modo Cataluña debería encontrar su singularidad en una especie de síntesis, con demoninación de origen europea, entre California y Florida, con más de la primera que de la segunda.

En la ausencia de gran poder económico, ir al cuerpo a cuerpo con Madrid tiene poco sentido. Hay que agudizar el perfil propio. Mirando directamente al mundo y reforzando aquellas cosas que pueden generar un conglomerado del bienestar suficientemente atractivo. Siempre sin olvidar, que entre países operan vasos comunicantes y que, a menudo, la suerte de unos es la desgracia de otros. Cataluña (y España en general) se beneficia en estos momentos, especialmente en turismo, de la crítica situación del entorno mediterráneo.

Las cartas catalanas están ahí. Prioridad a la investigación de punta, con gran tradición en el ámbito de la medicina y la biotecnología. Un marco geográfico, ambiental y cultural confortable, un país de proporciones muy humanas; y, por ende, una fuerza de atracción para muchísimas personas: turismo, por supuesto, pero también mucha gente que viene para quedarse o para largas estancias. Prioridad a este triángulo: alta tecnología (es decir, inversión en investigación y universidades fuertes) y exportación; humanismo cotidiano, que incluye salud y savoir vivre (la cultura catalana necesita un revulsivo urgente); y lugar de acogida y puertas abiertas. Barcelona, mestiza y compleja, es el motor. Ahora, les toca a los Comunes. Venían de los movimientos sociales de izquierdas y súbitamente se han encontrado ocupando la centralidad: como gobernantes de Barcelona y como espacio de resistencia a la bipolaridad política. Ingente tarea. Y además, en minoría.

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