La edad de oro de la joyería catalana
Un libro de lujo reúne los joyeros y sus obras creadas entre 1852 y 1939, periodo de esplendor de un sector que lucha para superar la crisis
A comienzos de 2008 se presentó en la joyería Bagués Masriera de paseo de Gràcia un hombre que dejó mudos a casi todos. De un bello estuche sacó un porte-bouquet que había adquirido en una subasta en Londres. Este complemento de la indumentaria femenina, una especie de vaso de apenas nueve centímetros, creado con la única misión de poder llevar un pomo de flores, estaba fabricado en oro, esmaltes, diamantes, rubíes, esmeraldas y perlas y presentaba una decoración en relieve con flores de lis y rosas, alegóricas a la casa real española y británica. El responsable de la joyería buscó el porta-bouquet en los álbumes de modelos creados por Masriera Hermanos. Y allí estaba. Esta pieza única se había creado tras el encargo de un grupo de monárquicos de la alta burguesía catalana que, después de organizar una suscripción, lo regalaron a la futura reina Victoria de Battenberg (nieta de la reina Victoria de Inglaterra), que iba a casarse con el rey Alfonso XIII en 1906. No fue el único regalo que le hicieron estos potentados. También encargaron a Masriera una diadema de oro, brillantes, diamantes, perlas y esmaltes que lamentablemente se ha perdido, pero por los dibujos y fotografías se sabe que era una pieza excepcional equiparable a cualquier producción de los grandes talleres europeos de entonces.
El joyero Luis Masriera fue el autor de estas piezas excepcionales y uno de los protagonistas del libro Joyería y orfebrería catalana 1852-1939 escrito por Pilar Vélez, historiadora del arte y directora del Museo del Diseño de Barcelona, en la que se hace un repaso de este periodo, casi un siglo, considerado la edad de oro de la joyería catalana por el nivel alcanzado en las producciones en el que las artes decorativas, entre ellas la joyería, acabaron ocupando su espacio en el mundo del arte con mayúsculas.
Pero el libro joya (valga la redundancia), editado por Enciclopedia Catalana que lo vende en un estuche acompañado de un anillo, pendientes y broche diseñados por Luis Masriera —del que se han editado 200 que pueden adquirirse con una, dos y las tres joyas por un total de 11.495 euros— pretende mostrar el amplio abanico de los creadores joyeros que trabajaron en este periodo que se extiende entre las últimas pasantías, el exámen que pasaba el aprendiz para poder ser maestro tras su formación y por lo tanto hablan de un mundo artesanal, al mundo industrial que representa el Modernismo, el Noucentisme, el Art Déco y termina con las vanguardias artísticas. Un periodo de tiempo en el que los joyeros catalanes supieron elevar su actividad a la categoría de arte y que la guerra civil puso fin de forma brusca.
La ciudad de París siempre ha sido un referente en el mundo del arte, en el de la joyería también y creadores como René Lalique y sus creaciones eran un modelo a imitar. “Con la restauración borbónica del 1874 tras el exilio de Isabel II se produjo un salto para todos, pero Barcelona no era París, era una ciudad muy pequeña, una capital de provincias con mucha desestabilización, hasta que la Exposición Universal de 1888, permitió dar el salto a la modernidad”. Lo asegura Pilar Vélez, la autora de este libro que analiza “un trocito” de la joyería catalana que incluye a Luis Masriera. “Lalique es el hombre del momento, pero Luis Masriera también trabajó fuera, como para el marchante Siegfried Bing que en 1895 abrió una tienda llamada L’Art Nouveau que acabó siendo símbolo y denominación de un movimiento artístico”.
El artista global que fue Luis Masriera lo tenía todo para triunfar y convertirse en el referente de “la joya del arte” en Cataluña. Formado en las mejores escuelas de Ginebra, tenía lo que Vélez llama “sentimiento y sensibilidad plástica que otros de sus hermanos que estaban en el negocio no tuvieron”. Hasta él todos los joyeros en Barcelona repetían dibujos y formas. En 1900, tras volver de una visita a París y conocer el trabajo de Lalique fundió las piezas de su establecimiento para transformarlas en otras nuevas. No faltaron los que lo llamaron loco. A sus espaldas tenía una larga tradición familiar, de abuelos, padres y tíos que responde a una formación gremial. De hecho, Josep Masriera, su abuelo y fundador de la nissaga fue uno de los creadores de la pieza más autóctona de la joyería catalana, al arengada, un enorme pendiente de hasta 15 centímetros formado por tres cuerpos desmontables que estuvo vigente desde el siglo XVIII hasta mitad del XIX. Los Masriera, además, tenían una vertiente industrial moderna, contaban con los talleres más innovadores de la ciudad, uno de joyería y otro de orfebrería y controlaban el marketing y la publicidad para venderlas.
Nadie como Luis Masriera controló el esmalte, sobre todo el traslucido, finestrat o plique-à-jour, una técnica depurada y bellísima, el mejor material para dar vida al mundo floral y a los habitantes del bosque, reales y fantásticos, del gusto modernista. Una superación del cual es el que bautizó como Esmalte de Barcelona, una especie de delicados camafeos que hizo que se crearan pocas piezas. Con esta denominación demostró, antes que nadie, el sentido de marca al unir sus creaciones a una ciudad empeñada en ser moderna por encima de todo.
Joan Masriera Campins continuó con el negocio hasta los años cincuenta del siglo XX, momento en que se vendió el impresionante taller con fachada de templo clásico de la calle Bailén, y el negocio a la familia Carreras con la que se había fusionado en 1915; un negocio que, años más tarde, pasó a manos de la familia Bagués, que continúa creando los diseños Masriera y está detrás de las tres joyas que se venden junto al libro.
Sin embargo, Vélez, intenta desmarcarse de los Masriera en este libro y expone el abanico de autores que trabajaron entonces. De hecho, una de las aportaciones de su trabajo es el listado de biografías de cerca de un centenar de joyeros, muchos de ellos obtenido a partir de la información aparecida en la prensa en la que se anunciaban, se informa y se hacen críticas de las exposiciones de joyas, como se hacia con la pintura.
Vélez repasa la participación de joyeros en exposiciones internacionales que sirvió para dar a conocer sus trabajos y ver cómo se movían, qué peso tenían en la industria y el comercio familias y joyeros como los Soler, Carreras, Cabot, Macià, entre otros. El trabajo de Vélez ha permitido recuperar piezas que no estaban catalogadas por estar en manos privadas. “Muchas se han perdido por que han acabado fundidas”. También ha consultado los fondos de los museos como el Museo Nacional de Arte de Cataluña, el Museo Marés, que Vélez dirigió entre 1995 y 2012 y el Museo del Diseño que ahora dirige, que son los grandes centros que conservan colecciones de joyas. “La joyería no está bien representada en las colecciones públicas, pero se conocen colecciones particulares con piezas catalanas muy notables y los propios joyeros guardan piezas muy interesantes”, asegura.
Tras las producciones modernistas llegaron los noucentistas, formados en el modernismo pero inmersos en el proyecto de modernización impulsado por la Mancomunitat. En ese momento destacan autores como Ramon Sunyer y Jaume Mercadé, autor de orfebrería litúrgica y de mesa, como un juego de café de plata y palisandro, una pieza única, que contrasta por sus formas puras y estilizadas con otro juego creado años atrás por los Masriera evidenciando el cambio de gustos y diseños en unos pocos años. Según Vélez, el Modernismo quería modernizar la sociedad pero no lo consiguió, se quedo en un grupo pequeño, una elite burguesa cultura y intelectual. El Noucentismo sí creando en 1914 la Escola Superior de Bells Oficis, dentro de la Universitat Industrial.
Los joyeros catalanes participan activamente en las exposiciones de París de 1925, Barcelona 1929 con la ayuda del FAD y su presidente del decorador Santiago Marco, cuyo papel reivindica la autora. Entre los últimos trabajos que resalta el libro, y uno de los preferidos de la autora, los 10 broches de Manuel Capdevila que realiza para la exposición de París de 1937, pequeñas esculturas con incrustaciones de laca urushi, cáscara de huevo y diamantes, que representan como pocas las vanguardias en Cataluña.
El libro también se ocupa de la orfebrería destacando piezas como la custodia de plata y diamantes que una devota entregó al santuario de Montserrat y se conserva en su museo (1903) y el báculo del obispo de Tui (1907) que está en Madrid que creó Luis Masriera y sorprende saber que muchos de los objetos litúrgicos que se siguen utilizando se produjeron en estos momentos en talleres como los ds Mercadé o Sunyer. El libro analitambién el papel de los escultores joyeros. “Es normal que estos artistas creen joyas, porque se trata de las mismas técnicas”. Es el caso de Josep Llimona, Manolo Hugué, Pablo Gargallo, Juli González o Ismael Smith,
La Guerra Civil, como ocurrió con casi todo, puso fin a este mundo de la joyería y hundió la mayoría de los negocios. No será hasta los años cincuenta y sesenta que la producción joyera se retomará. Sin embargo, la internacionalización de la joyería catalana se produce en pleno franquismo cuando en 1961 el Museo Victoria and Albert de Londres organizó la primeva exposición de joyas en la que incluyeron piezas de Masriera, Hugué, Gargallo, González, Mercadé, Sunyer, Capdevilla, Dalí y Tharrats, que compartieron espacio con Lalique, Tiffany, Fouquet, Wolfers, Van Cleef, Cartier, Chaumet, Picasso o Giacometti, entre otros muchos. “Es un punto de inflexión, en un momento en que coincide con la nueva concepción de la joya que no nace en Inglaterra, sino en Alemania, que se crea con todo tipo de materiales, no solo metales, incluso plásticos, concebida casi como una obra de artista”.
La joyería barcelonesa, también se explica en el libro, ha tenido diferentes escenarios. Al principio los establecimiento estaban en Ciutat Vella, alrededor de la calle Argentería o de Vigatans, como en el número 4 donde estaba situado el taller Masriera, hasta que en los años setenta del siglo XIX, para la Exposición Universal se abre una nueva arteria en la ciudad para conectar la Plaça de Sant Jaume con las Ramblas, la calle Ferran. Allí se instalan muchos de ellos: los Clarà, los Sunyer, los Cabot, los Ginebreda, los Carreras, los Masriera y los Macià, entre ellos. Luego, cuando la ciudad burguesa se abre paso en el nuevo Eixample, las joyeros toman el paseo de Gràcia con joyerías art decó como los representantes de la “alta joyería” como los Valentí o los Roca, esta ultima diseñada por Josep Lluís Sert y que se mantiene abierta bajo otra de las marcas actuales de joyería como es Tous. “Ahora hay joyeros en todos sitios”, aclara Vélez.
En vez de oro, cabello de difunto
En el siglo XIX el medallón, que se podía abrir en dos para colocar pequeños retratos y recuerdos de las personas estimadas, se convirtió en el protagonista de la joya sentimental romántica. Entre 1830 y 1880 los joyeros, también los catalanes, realizaron muchas joyas de recuerdo o memoria, generando una locketomanie, tal como lo bautizaron las revistas inglesas que vivían un periodo de luto oficial de 26 años impuesto por la reina Victoria después de la muerte de su estimado príncipe Albert, que fomentó su divulgación y uso.
Asociados a estas joyas de luto, casi siempre elaboradas con materiales oscuros como el azabache y el ònix, hay los cabellos, un material que no se pudre y que permite retener un poco de la persona que ya no está.
A finales del siglo XVIII, en Francia empezaron los trabajos artesanales de los cabellos, que vivieron su esplendor en el romanticismo: medallones con copos (y a veces uñas), pero también pendientes, brazaletes, sortijas, cadenas de relojes creados a partir de cabellos trabajados en trenzas realizadas con delicadeza y destreza, realizar por talleres donde también se creaban pequeños cuadros de paisajes, retratos o flores a partir de polvo de cabellos y aglutinantes.
Vélez estudia estas joyas presentes en colecciones y museos públicos como al Museo Marés. En uno de los quadrets que conserva se puede leer al dorso: “Antonia Guàrdia de Tomàs. Tareas con cabello, Tapineria, 4”, a pesar de que los grandes del género eran Carles Ortells (Escudellers, 23), los hermanos Ferran y Ramon Turell (Rambla Centro , 2) y Joan Massip, instalado en el mismo estudio que Antònia y su marido José Tomás. “Sorprende, pero fue una práctica muy generalizada, además de trueque y asequible”.
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