Minimalista y desconocida
El Macba dedica una retrospectiva a la artista Rosemarie Castoro
Una retrospectiva sirve para ver la evolución de un artista, desde sus orígenes hasta el fin de su producción. También si se pone la lupa en un periodo concreto, como le ocurre a la artista neoyorquina Rosemarie Castoro (1939-2015) a la que el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) le dedica la exposición Rosemarie Castoro. Enfocar el infinito dedicada a su producción desarrollada en la ciudad norteamericana entre 1964 y 1979 a través de 250 piezas entre pintura abstracta, arte conceptual, performances, poesía, escultura e instalaciones. Y lo hace con la convicción de que Castoro es la artista “minimalista desconocida, que no ha recibido la atención que se merece”, según la comisaria de la muestra Tanya Barson, conservadora jefa del museo. Castoro formó parte del círculo de vanguardia neoyorquina de los años sesenta, junto a su marido Carl Andre, Donald Judd y Robert Morris, entre otros, “una escena dominada por hombres”, según Barson. “Castoro tiene una perspectiva feminista, aunque ella nunca quiso involucrarse plenamente en este movimiento porque lo consideraba restrictivo y segregador”, según la comisaria.
Los primeros cuadros de Castoro, son enormes, coloristas y aparentemente desordenados. En ellos no hay personajes ni paisajes, tan solo unos mosaicos formados a partir de Y que se acoplan en un fondo monocolor creando un puzle gigante. Si se observan con atención son composiciones complejas y precisas en el que la posición de cada una está determinada por unas coordenadas. Son obras influidas por la formación de la artista en las artes gráficas y la danza. Efectivamente, estas Y parecen danzar y girar como bailarinas.
A partir de 1966 las coordenadas toman protagonismo en detrimentos de las Y que van desapareciendo. Sus Inventory son abstracciones monocromas formadas a partir de diagonales que poco a poco, en la exposición se percibe claramente, se acaban convirtiendo en unas enormes obras monocromas, de colores oscuros pobladas por unas finas líneas en diagonal que parecen más bien telas estampadas. “Cuando abandona el color comienza a escribir en su diario”; álbumes escritos con letra mayúscula en los que escribe poemas e intercala fotografías que realiza de sus obras con una polaroid, en las que la vemos bailar y columpiarse mientas pinta.
“Hace tiempo, el tiempo era mi problema. Ahora, el espacio. Quiero esculpir el espacio”, escribe en sus diarios que se exponen en el Macba por primera vez. Y comenzó a hacer unos enormes paneles de yeso y madera con formas ergonómicas, una especie de biombos arquitectónicos que invitan a pasear entre ellos. Estaba claro que acabaría creando esculturas para el espacio público como hizo en Flashers (exhibicionistas), unas piezas totémicas de acero y hormigón de formas geométricas.
La muestra termina en un espacio todo blanco que reproduce el loft neoyorquino de la artista. “Fue su escenario, la extensión de su cuerpo, su refugio y protagonista de su arte”, explica Barson. En esta zona pueden verse sus esculturas orgánicas: túneles, unas enormes pestañas y unas escaleras creadas en resina con aspecto de hierro alterado por el óxido.
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