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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las cartas de Puigdemont

Por ahora, en el mejor de los casos, la sociedad catalana deberá elegir entre la ruptura y el mal menor

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, el pasado 15 de octubre
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, el pasado 15 de octubreAlbert Garcia

Es desafortunado que ahora que los semiólogos han ido jubilándose no tengamos expertos para desentrañar las voluminosas ambigüedades semánticas del Carles Puigdemont epistolar. Incluso no siendo sutiles, sus respuestas a Mariano Rajoy desprenden la gloria de esos rebotes taimados en el billar a bandas que encandilan al personal en los casinos republicanos. A cuanta más dilación, más desperfectos para la sociedad catalana —sobre todo, económicos— pero eso parece importar poco. Con sus fugas hacia adelante, Puigdemont ya ha batido el récord de insensatez en la historia política de Cataluña. Él sabrá si realmente desea que se aplique el artículo 155 o si lo que pretende es hacer su aportación épica para que se le rinda homenaje en el Fossar de les Moreres. Suponemos que ambas cosas. En algún momento tal vez haya imaginado un jaque mate al Estado en forma de fusión agitada de un mayo de 1968 con el correlato de un octubre de 1934. Es la confusión como providencialismo. El hecho es que los diputados pro-independentistas entraron divididos en la sesión que proclamó la república más breve que se recuerde y salieron todavía más divididos a firmar un documento inane e inconsecuente. Hasta hace unos años, únicamente el secesionismo "freakie" había descartado que en la historia del catalanismo político intentar poner al Estado contra las cuerdas nunca dio buenos resultados, a diferencia del pacto y la transacción.

En el caso de unas elecciones autonómicas anticipadas, con o sin 155, para los valores de la ciudadanía de Cataluña sería prioritario buscar un marco efectivo de "fair play", algo gradualmente ausente de la vida pública catalana. Por ejemplo: con Catalunya Ràdio y TV3 las garantías para un debate ecuánime ahora mismo son más que precarias, por no hablar del entorno digital independentista, tan agresivo, y los medios privados sufragados con el dinero de los contribuyentes a mayor gloria de la pre-modernidad iliberal. ¿Quién puede garantizar institucionalmente el pluralismo, la calidad y el juego limpio que no pocos periodistas de la Corporació Catalana de Ràdio y Televisió querrían practicar? El sesgo imperante no es el mejor clima para unas elecciones en las que la ciudadanía decida para el parlamento autonómico la representación de su voluntad. El caduco inventario mítico-simbólico de la Cataluña nacionalista ya ha dejado de ser la voz de la mayoría, a pesar de que en la calle se recurra a las movilizaciones de la ANC o de Ómnium Cultural, elementos de presión activista y de operatividad sediciosa que buscan la confrontación. Con o sin 155, el control objetivo de los fondos públicos hasta ahora utilizados para favorecer la causa independentista sería un prerrequisito para dar al debate electoral un escenario de pluralidad y contraste. Por el momento, tertulianos de cada vez más radicales acuden a TV3 y Catalunya Ràdio, lo mismo que a medios subvencionados por la Generalitat, con la impunidad de una mayoría irreal y con un grado de pintoresquismo que ofende al orden cívico que es propio de las sociedades constitucionales y pluralistas.

Acostumbra a decirse que la tarea de toda democracia es hacer modestamente razonable lo que no es por completo racional, y hacer adoptar la mediocridad de sus acuerdos como un desarreglo menor. Por ahora y en el mejor de los casos, la sociedad catalana deberá elegir entre la ruptura y el mal menor. A eso nos ha llevado la semántica rústica de Puigdemont. Haría falta reconstruir los principios fundamentales de la convivencia porque no basta con girar página. Habrá un antes y un después, con o sin 155. Ya dijo Dahrendorf que cuando las violaciones de normas no son sancionadas, o ya no lo son sistemáticamente, ellas mismas se convierten en sistemáticas. Aunque sea cierto que la trascendencia política es un valor en baja, la situación de Cataluña, trascendente como pocas veces, requiere de argumentos menos arbitrarios que el condicionamiento que los 300.000 de la CUP impone a las cogitaciones de Carles Puigdemont. Esas condiciones subyacen en los ardides semánticos de las cartas de Carles Puigdemont presentándose como jefe de un Estado inexistente. ¿Declaró o no la independencia? La ANC puede organizar los paros que le convengan a Puigdemont pero la voluntad de la ciudadanía de Cataluña está a solas con su conciencia, considerando las repercusiones de un empeño que ya ha transitado abundantemente del emocionalismo a la ruina. Ahora mismo, lo que Puigdemont personifica es una Cataluña debilitada, dividida e ininteligible.

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