El statu quo voló
Tanto si el independentismo triunfa como si es derrotado, será inviable volver al equilibrio constitucional anterior
En el supuesto de que el Parlament llevara a cabo la semana próxima una declaración formal de independencia, tal como ha anunciado el presidente Carles Puigdemont a través de la BBC, ¿cuántos días duraría?
Después del alineamiento total del Rey Felipe VI con la política del Gobierno del PP para con Cataluña ¿es verosímil pensar que las instituciones centrales del Estado español van a permitir que se llegue a celebrar esa sesión del Parlament? Si, a pesar de estos interrogantes, el Parlament lograra celebrar esa sesión y a proclamar en ella esa independencia ¿cuántos países la reconocerían? ¿Cuántos entre los que efectivamente cuentan a estos efectos, es decir, Estados Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, la Unión Europea, se mostrarían dispuestos a acogerla?
Nada indica hasta ahora que ni uno solo de los gobiernos de estos países simpatice con la eventualidad de que nazca un nuevo Estado en Europa, en la península ibérica. Ni siquiera Portugal, que podría ver ciertos paralelismos con su propia historia.
Si las perspectivas son estas, lo más probable es que a una declaración de independencia tal como la que se anuncia le sucediera más o menos lo mismo que le ocurrió a la solemne declaración de soberanía Cataluña aprobada por el Parlament en enero de 2013. Es decir, que quedara en nada, después de que el Tribunal Constitucional la anulara. Aunque son de prever algunas diferencias importantes entre ambos momentos. En 2013, la anulación tardó unos meses en llegar, por citar una. Ahora, con el Tribunal Constitucional convertido por el PP en un Juzgado de Guardia, lo previsible es que la anulación fuera cuestión de horas.
Como que la España de la que pretende desgajarse el nuevo estado catalán no acepta la nueva situación, lo que pasaría a contar, lo que de hecho cuenta ahora y siempre, es la fuerza sobre el terreno. Eso se mide en diversos parámetros. Uno de ellos es el militar. Otro el policial. Otro el judicial. Otro, el tributario. Otro, el social y político. Pues bien, apuntemos un recuento. ¿Alguien piensa que después de una declaración de independencia como la prometida, el Ejército español se iría de Cataluña? ¿Se marcharían alegremente la policía y la guardia civil? ¿Los jueces pedirían destino en Madrid? ¿Empresas y particulares dejarían de pagar sus impuestos a la Hacienda española y los abonarían a la catalana? ¿Alguien piensa que la actual sociedad española está dispuesta a asumir sin reaccionar una revolución política de este alcance sobre lo que una buena parte de ella concibe en términos dramáticamente esencialistas?
También puede suceder, no obstante, que la coalición independentista, que ha demostrado tener habilidad táctica, busque una fórmula para, sin renunciar a su objetivo, esquivar ahora mismo esa medición de fuerzas sobre el terreno ni el desfavorable recuento de apoyos políticos formales de los demás Estados en el concierto internacional. La cuestión radica entonces en que este movimiento ha ido ya suficientemente lejos como para ser deudor de su propia inercia y de la reacción provocada en la otra parte. Necesita materializar algún éxito para seguir pedaleando y ampliar su perímetro social y político. Nadie sabe cómo puede lograrlo. Quizá Mariano Rajoy o el ministro Zoido vengan una vez más en su ayuda.
Acierta Felipe VI cuando afirma que la secesión de Cataluña significaría la voladura del orden constitucional español. Sería la volatilización del statu quo político diseñado en la década de 1970. Los dirigentes que la promueven no parecen ser muy conscientes de esa parte de la cuestión, que inevitablemente se proyecta sobre la propia dinámica interna catalana. Ellos piensan que ese statu quo fue volado por el Tribunal Constitucional en 2010 cuando decidió sustituir por unos retales el Estatuto catalán pactado en las Cortes y refrendado por la ciudadanía. Pero, a estas alturas, esto cuenta ya relativamente poco. La independencia de Cataluña sería el fin del actual régimen político. Y los regímenes políticos cambian, desaparecen, incluso se suicidan, pero cuando lo hacen no es sin oponer grandes resistencias y dar coletazos que pueden ser terribles.
Algunos observadores, sobre todo entre los politólogos, apuntan estos días que, en realidad, tanto si el movimiento independentista triunfa como si es derrotado, no será posible volver al statu quo anterior. Si la legitimidad de los regímenes políticos reposa sobre el consentimiento de los ciudadanos, es demasiado evidente que en Cataluña, una parte sustancial de la ciudadanía ha retirado el consentimiento que tan entusiásticamente dio a la Constitución de 1978. Para ellos aquel consenso ya no existe”. ”
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