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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cataluña, una mirada desde Andalucía

"En este crítico momento, no sé qué me puede más, si el estupor o la sensación de impotencia"

Un pequeño grupo de militantes de les Assemblees de Joves per la Unitat Popular protesta contra la Guardia Civil.
Un pequeño grupo de militantes de les Assemblees de Joves per la Unitat Popular protesta contra la Guardia Civil.Alejandro García (EFE)

Quien esto escribe ha sentido siempre verdadera admiración por Cataluña y tiene con ella importantes deudas de gratitud. Obra temprana allí editada, algún premio literario, numerosos cuentos traducidos a la lengua de Jacint Verdaguer, amén de un amplio contraste de la tradición oral andaluza con la abundante obra folclórica de Joan Amades o de Antoni Maria Alcover, incluidas versiones occitano-catalanas de algunos cuentos célebres, como el mismísimo de la Bella Durmiente (Blandin de CornuallesFrayre de Joy), que tanto apreciaba Ana María Matute, mi inolvidable amiga.

En este crítico momento, mirando desde Andalucía la situación de Cataluña, no sé qué me puede más, si el estupor o la sensación de impotencia. Seguro es lo mismo que sienten otros muchos españoles –incluidos catalanes-, y desde luego muchos andaluces, que hemos percibido con harta claridad el desdén del catalanismo triunfante. No será preciso recordar cuántas estupideces se han dicho de nosotros, dudando de nuestra laboriosidad, o haciendo burla hasta de nuestro peculiar castellano (“a los niños sevillanos no se les entiende cuando hablan”, sentenció el caballero Artur Mas, que de esto debe saber un rato). La lista de agravios sería interminable. Pero la cosa no es nueva.

Una amiga mía, nacida en un pueblo de Sevilla, emigró a Cataluña en 1969, con toda su familia (nueve hermanos). Muy pronto se colocó en la cadena de montaje de una fábrica de aparatos eléctricos, en Barcelona. Tenía quince años y echaba ocho horas diarias, ajustando piezas. Una compañera de trabajo, nacida en Barcelona, y catalana por los cuatro costados, hacía lo mismo que ella, pero con dos años menos, trece. Incluso hacía horas extraordinarias. Un día, sin dejar de apretar los tornillos que le correspondían, le dijo a mi amiga: “¿Y a ti, no te gustaría ser catalana?” Cuando la interpelada le dijo que no, que no veía por qué, la otra se sintió ofendida y apenas volvió a dirigirle la palabra. Ahí lo tienen. De cómo un sentimiento identitario se superpone a cualquier otra cosa, incluida una situación laboral de flagrante explotación infantil.

Sé bien que, entre los andaluces radicados en Cataluña, del millón largo que allí fueron, o entre sus descendientes, los hay que han abrazado la causa del secesionismo, seguramente a partir de un noble sentimiento de gratitud, o por deseos de integrarse. Nada tengo que decirles. Solo recordarles lo que saltó a la triste actualidad, cuando el actual consejero de interior se permitió distinguir, entre las víctimas del atentado del 17 de agosto, catalanes de españoles. Entre estos últimos estaba Francisco López Rodríguez, un granadino de 57 años, emigrado a Cataluña, con su familia, a principios de los sesenta. Es decir, para ciertos catalanistas, los andaluces, como los murcianos o los leoneses, siempre serán “charnegos”. No se engañen.

Y por si les sirve de algo, deberán recordar -o saber-, que la economía catalana, que debe mucho, sin duda, a la laboriosidad y a la inventiva de sus gentes, es también deudora de un par de siglos de comercio protegido, que forzó a todos los españoles a comprar productos catalanes a precio dictado, sin alternativa posible. Singularmente, fue decisiva la protección de la industria que llevaron a cabo los gobiernos centrales, continuadamente, desde 1832 (préstamos de Hacienda, muy favorables, para levantar grandes fábricas en Barcelona, al tiempo que se promulgaban decretos prohibiendo la importación de textiles); aranceles proteccionistas sobre otros muchos productos, con Cánovas (mira, ¡un cacique andaluz protegiendo a la oligarquía catalana!); la “Tarifa Cambó”, de 1922, abiertamente ultraproteccionista (se podría decir que fue un “Trump” a la catalana). Las medidas de Primo de Rivera, en la misma senda, y las de Franco, que fortaleció esa trayectoria, entre otras cosas, no autorizando la creación de industrias fuera de Cataluña o el País Vasco, y consolidando el modelo de un norte industrial, y el resto mano de obra disponible y barata -sobre todo, si era andaluza-; es decir, desde comienzos del siglo XIX hasta el franquismo, inclusive.

A este respecto, no viene mal recordar lo que escribió Stendhal en 1839, tras un viaje por Cataluña: “Los catalanes quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduanas, que debe ser hecha a su medida. Quieren que cada español que necesite algodón pague a cuatro francos la vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de Granada, de Málaga o de La Coruña, no puede comprar paños de algodón ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara”.

Y fuera de la historia, algo habría que decir de las nefastas consecuencias que tendría para todos romper la caja de la Hacienda Pública y de la Seguridad Social, desde luego con vistas a pensiones futuras –por ejemplo, de andaluces retornados-, con los datos de quién y manejados por quién; o los efectos financieros derivados del aislamiento internacional que tendría una Cataluña fuera de la Unión Europea, la fuga de empresas y capitales, además de problemas administrativos y jurídicos de extraordinaria envergadura. Cuando todo eso sucediera, ¿quiénes serían los primeros en salir de Cataluña?

Antonio Rodríguez Almodóvar es escritor especializado en la recuperación de cuentos de tradición oral

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