Más lúdico que ambicioso
El prolífico cantante y armonicista madrileño se divierte en el Café Central con sus ídolos de toda la vida


En esa edad medular, pero no necesariamente crítica, que son los 40 años, Quique Gómez se ha convertido en un auténtico todoterreno. Sus proyectos en torno al blues parecen crecer sin descanso, pero es este reciente Quique Gómez & His Vipers, que desembarcaba esta semana en el Café Central, en el que se le intuye más fresco, desinhibido y disfrutón. Porque repasar las canciones de tus ídolos siempre constituye un divertimento de primer orden, y no digamos ya si es propicia la compañía. Entre los cuatro Vipers encontramos al ubicuo contrabajista Héctor Rojo (Coque Malla, Depedro), de gusto y precisión matemáticos, y el amistoso duelo de guitarras entre Pablo Sanpa y Curro Serrano, émulo este de Muddy Waters. Buena química.
El quinteto resultante es sin duda más lúdico que ambicioso, lo que tampoco tiene nada de malo. Nadie quiere aquí reinventar la rueda, sino convertirse en humildes trasuntos de los más grandes, y hasta ejercer una cierta pedagogía al respecto. Como buen armonicista, el larguirucho madrileño hace escalas obligadas en Sonny Boy Willamson (Wonderful time) y el referencial Little Walter, pero también se entretiene cono los repertorios de Slim Harpo, Jimmy Rogers o Louis Jordan, de quien rescata la casi cómica Ain’t nobody here but us chickens. Todo tan añejo como venerable. Es evidente: sus visitas a Chicago, cuna quintaesencial, le han cundido.
A Quique le falta, inevitablemente, hondura en la voz: no hay rasguños ni hemorragia en sus interpretaciones, sino más bien una cortés diplomacia. En la segunda mitad llegaron más tributos a Chicago, en este caso por mediación de The Falcons (“una banda muy conocida; bueno, muy conocida allí”), y el grandísimo (este sí) Fats Domino. Gómez ha encontrado acomodo más en los cincuenta que en los sesenta, y está encantado. Y que no lo disimule nunca.
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