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Los últimos del matadero

Los antiguos matarifes, mondongueros y casqueros de Madrid siguen reuniéndose cada jueves y recordando anécdotas terribles y divertidas de su oficio en el franquismo

Carmen Morán Breña
De izquierda a derecha, los antiguos empleados del matadero de Madrid Tarzán, Torrijas, Conejo y Putas.
De izquierda a derecha, los antiguos empleados del matadero de Madrid Tarzán, Torrijas, Conejo y Putas.Alvaro Garcia

Un vino tinto a las diez de la mañana, tortilla de patatas, pimientos asados con ventresca. El almuerzo reúne a cuatro viejos amigos, más que eso, hermanos se dicen. Y el cariño se nota profundo cuando el Putas le sirve ventresca al Torrijas.

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—No me eches el pimiento, leches.

—Calla, joder, que se ha ido solo. Y retira el pimiento y le entrega el bocado que el amigo no había pedido. Están pendientes los unos de los otros.

El buen rollo entre estos dos se extiende al Conejo y Tarzán, sentados a continuación. Este jueves solo están los cuatro, pero son más los jubilados que se juntan una vez por semana en la peña Atlética frente al antiguo matadero de Madrid, donde todos trabajaron, rieron, penaron y forjaron una amistad que dura hasta hoy. Aquel matadero, que cerró en 1996, es ahora un centro cultural con salas de teatro, de lectura, cineteca, cantina. Entonces había matarifes, puntilleros, triperos, descornadores...

Ellos lo conocieron de niños, cuando el hambre hacía estragos en Madrid y el frío rajaba las manos. Cuando prendían periódicos para calentar los calcetines y asaban en una lata untada con sebo pequeños trozos de carne sisados al oficio. Aquella humedad del Manzanares calaba más hondo que los cuchillos de los matarifes. Julián Cobos, el Torrijas, se apuntó a este oficio a los 15 años. Ahora tiene 83 y sigue tan chulapo como entonces. “Más madrileño que la Paloma”, y no hace falta que lo jure: se oye un acento de chotis cada vez que abre la boca.

Ahora coge la tostada con ventresca, sin pimientos, que le pasa su amigo Pedro Crespo, el Putas, mondonguero desde los 14. Esto ya requiere explicación: aquellos se dedicaban a preparar lo que caía de las reses en canal.

Pedro recuerda que las vejigas de las vacas una vez limpias las dejaban secar y las hinchaban, como una cámara de balón, y así se las vendían a los empleados del gas, que las llevaban colgadas del cinturón cuando bajaban a reparar los tubos. Si había un escape de gas podían respirar el oxígeno de la vejiga hasta que salían a la superficie.

El oficio será ahora parecido, pero nunca igual que entonces. “Entonces estaba la señora Águeda, ¿os acordáis?, que llevaba el cántaro de agua al matadero y le dábamos la voluntad por un trago. Al principio, en los años cuarenta, ni agua corriente había, nada más que un pozo. Y qué frío pasábamos; porque éramos jóvenes, que si no”, dice Juan, que tiene 80 años. Nadie discrepa. Se pican, se enrabietan, bromean, se zarandean la memoria; parecen un entremés de los Álvarez Quintero. Pero se quieren. Juan Mayor entró a los nueve años al matadero, de la mano de su tía porque sus padres murieron ambos, y pronto fue el Conejo, vete a saber por qué. Su oficio completaba la cadena productiva de aquellas naves que se sucedían a lo largo de un kilómetro y que recorría el tren que llevaba el ganado: era casquero. Y Antonio Martínez, Tarzán, mondonguero, una profesión que les avergonzaba de jóvenes. No así la de matarife, de mayor lucimiento y chulería.

Lo que había por aquellos años cuarenta y cincuenta en el matadero eran muchos toreros, picadores y banderilleros. Se sacaban un sueldo y de paso aprendían el otro oficio: “Luis Miguel Dominguín practicaba allí el descabello con reses bravas”, dice el matarife. Y también recuerdan esta mañana a Agapito Rodríguez: “Qué malo era en el matadero, el jodío, pero en la plaza era bueno”, se ríen todos. Y a los hermanos Pirri, siete, que también pasaron por allí y alguno fue banderillero de figuras. En verdad era un camino de ida y vuelta, porque los matarifes también hacían horas extra en la plaza de Las Ventas descuartizando en temporada taurina. “Aquello sí se pagaba bien”.

Pero lo que les llena de orgullo eran los concursos nacionales de oficios que se organizaban en la España franquista, porque el de matarife llenó de campeones el matadero madrileño. Con eso no bromean. “Había entonces quien pedía en la carnicería un kilo de chuletas de las que hubiera despiezao el Miserias”, o sea, el campeón del año: “Luis Sánchez Leno”, paladea el Torrijas, como si pasaran ahora mismo por su cabeza aquellos concursos que tanta gloria les dieron.

El Viernes Santo era el día de puertas abiertas en el matadero, “cuando más corderos se mataban”. “Venían llenos de pinchos del campo y cando les arrancábamos la piel nos herían las manos y se nos quedaban hinchadas”, dice el Torrijas. ¿Y quién comería tanta carne, con el hambre que se pasaba? Pues siempre había quien recogía lo que el más mísero dejaba, como en el poema de Calderón: “Había gente que ponía una redecilla al final del alcantarillado para recoger los restos de las matanzas”.

Y a los matarifes, mondongueros y casqueros, cuando acababan la jornada y salían por la garita del cuerpo de guardia alguna vez les cacheaba. Porque entonces se sisaba. “Había que comer”.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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