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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dos estrategias de guerra

El relato maniqueo exige la victoria total. Las posiciones transaccionales no sirven. Significan apaciguamiento e incluso traición

Lluís Bassets
El vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras.
El vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras. Albert Garcia

Son estrategias bélicas. Se trata de liquidar al adversario, o lo que es lo mismo, de situarle en una posición tal de debilidad que permita imponer las propias posiciones sin necesidad de transacción. Cualquier otra salida es una concesión apaciguadora y una traición intolerable. Lo es incluso reconocer que hay un problema objetivo en el que cada parte ha hecho su contribución.

Para los procesistas, son traidores los seguidores de Colau en la medida en que permanecen en la ambigüedad de apoyar el referéndum de autodeterminación como si fuera una mera movilización popular. Para el PP y Ciudadanos, lo son los socialistas de Pedro Sánchez y especialmente el PSC que salen con una propuesta de reconocimiento nacional de Cataluña y la voluntad de actuar como salvavidas, justo cuando el secesionismo se ahoga en el torbellino de su radicalidad y sus contradicciones. Ambos juegan a la equidistancia, descalificada por unos y otros con idéntica entonación despreciativa y acusadora.

Para que todo suceda según el guion belicista es necesario un relato maniqueo que obligue a quienes se hallan en tierra de nadie a tomar posiciones a riesgo de caer abatidos por el fuego de ambos bandos. La presión aumentará cuanto más se acerque la fecha fatídica, de forma que desde el partido de la unidad de España se exigirá la adhesión sin matices a cuantas medidas se puedan tomar para impedir la celebración del referéndum: utilización del artículo 155, procesamientos e inhabilitaciones judiciales, recuperación de competencias sobre el orden público y enseñanza; y desde el partido de la secesión se exigirá la adhesión incondicional al referéndum, aunque sea para votar negativamente, bajo la amenaza del estigma antidemocrático, el espantajo del regreso al franquismo y por supuesto la expulsión al menos simbólica de la pertenencia a la comunidad catalana.

Podría alegarse que las metáforas bélicas no son adecuadas en un tiempo poco belicista, puesto que tanto los revolucionarios como los representantes del Estado a derrocar que debieran reprimirles se manifiestan explícitamente hostiles a toda violencia. Pero las guerras de hoy son de nuevo tipo y pueden producirse incluso con expresa exclusión de ejércitos y armas convencionales, por el uso de los medios digitales, las armas geoeconómicas del comercio y las sanciones o la privatización de la seguridad. Y si conocemos los terribles resultados de estos nuevos conflictos post bélicos en zonas de fragilidad política y escasa seguridad jurídica, no tenemos todavía una idea exacta de qué ocurriría en nuestras latitudes, aunque sería mejor que no tuviéramos la oportunidad de experimentarlo voluntariamente.

Fijémonos que los belicistas que conducen ambas estrategias apuntan estos escenarios en sus respectivos argumentos, en los que dibujan una situación extrema que conduciría finalmente al uso de la fuerza. Para los secesionistas y especialmente el conspicuo vicepresidente Junqueras, ya no hay Estado de derecho en España, la "legalidad española es ilegal" (sic) y el derecho internacional y la carta de Naciones Unidas amparan definitivamente el caso de autodeterminación catalana; una argumentación que conduce a la ya insinuada ocupación insurreccional de espacios públicos, propia del líder de un país colonizado u ocupado. Pero también la situación simétrica conduce a similares derroteros, con la identificación de un golpe de Estado, al menos en grado de tentativa, aunque luego el guion limite la represión a la acción punitiva de los tribunales, en vez de la tradicional apelación al uso legítimo de la coacción armada por parte del poder legalmente constituido. En el límite, unos quieren terminar con la democracia española y los otros con el autogobierno catalán, como si democracia y autogobierno no fueran las dos caras de una misma moneda.

Las estrategias belicistas han rendido un buen servicio a los objetivos que se proponían cada una de las partes. El secesionismo ha hecho implosionar al catalanismo posibilista y reformista y se ha convertido en hegemónico dentro de una Cataluña fragmentada y dispersa. El PP ha conseguido mantenerse en el Gobierno en mitad de la crisis financiera más severa desde la guerra civil y encara la etapa de fragmentación actual con el viento de popa para seguir gobernando.

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A la hora de enjuiciar las responsabilidades, la victoria total que se busca exige también que la culpa recaiga entera sobre el adversario. ¿Quién si no el PP es el responsable único y último de lo que ha sucedido en Cataluña en los últimos años a ojos del independentismo? ¿Quién si no el independentismo sobrevenido de la antigua Convergència es el responsable también único y último de un proyecto de ruptura con la legalidad sin justificación en la pujante realidad de la autonomía catalana? No es verdad ni lo uno ni lo otro. Las responsabilidades son compartidas. Con dos matices: quien tiene más poder y la ley de su lado también tiene mayor responsabilidad política; quien pide riesgos a muchos a cambio de beneficios inciertos, tiene también una responsabilidad moral por la que deberá responder. A todos habrá que pedir responsabilidades, por sus decisiones e indecisiones, pero especialmente habrá que exigirlas a quienes han armado estas dos máquinas de guerra que nos conducen al desastre.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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