Pensar la Via Laietana
Estamos arreglando calles como las arreglábamos hace 30 años. El resultado es bueno pero podría ser más renovador
El Ayuntamiento de Madrid se plantea reformar la Gran Vía. Llevan alguna década de retraso: la salida de la estación de Atocha nos transporta a una ciudad del siglo pasado, con esas avenidas desbocadas que se entrelazan las unas con las otras. No ha habido ni un intento de pacificación, las autopistas desembocan directamente en el centro. La propuesta plantea el esquema convencional: reducir carriles, introducir la bicicleta —en algún tramo superpuesta a los coches—, ampliar aceras, plantar árboles. Hay una caligrafía europea para remozar centros históricos y para domesticar avenidas. La encontramos en todas partes. Si nos fijamos bien, es el mismo esquema que ha servido para renovar la Ronda del Mig y que le ha conferido esa elegancia tan barcelonesa de las líneas de tráfico bien pintadas y la palmera exhausta en la mediana.
Digo todo esto porque el Ayuntamiento está planteando unos retoques a la Via Laietana. Esta vía es material sensible. La abrió la burguesía al poder para conectar el puerto activo con el Eixample y la dotó de una prestancia arquitectónica relevante que, por cierto, la emparenta de lejos con la Gran Vía madrileña. La Via Laietana continúa haciendo la función de conexión en un distrito que ha ido expulsando el tráfico hacia su periferia, como mínimo en la parte central. La maniobra, tan cómoda, condena el distrito a un uso turístico: se hace aquello que se puede hacer a pie. Esto descarta la solución fácil, insinuada por los vecinos, de cerrar Laietana al tráfico privado. Sería un error garrafal. No significa que no se pueda entorpecer la fluencia en una maniobra levemente disuasoria: la Via Laietana es tan corta que rebajarle la velocidad no sería un problema. Sea como fuere, les recomiendo una observación: el tremendo ruido circulatorio viene, principalmente, de los autobuses. El celebrado transporte público —un autobús detrás de otro—, que vertebra el distrito y lo conecta con las playas, es la causa de la pesadilla sonora.
El Ayuntamiento, ahora mismo, plantea un parche. La Via Laietana no se camina, se cruza: es un obstáculo en la marcha peatonal hacia y desde el Born. Se arregla ampliando la zona de cruce en la parte central, para hacer una boca ancha por donde pasen las manadas de turistas sin tropezarse entre si. Una ampliación de las aceras a costa de un carril de circulación también ayudaría. No hay motivos reales para caminar en sentido vertical, pero unas aceras completas y arboladas darían una pauta de civilización a una vía que resulta estéticamente anacrónica.
Ahora bien, la movilidad es un sistema y una ciudad inteligente debería reaccionar sistemáticamente a los problemas que genera. No puede ser que se busque una solución individual a cada caso: ahora dibujo la nueva Meridiana, ahora retoco el Paral·lel. Existe el patrón genérico que sirve para todo el mundo, pero no estaría mal pensar qué hace Barcelona con sus grandes vías más allá del primer gesto. Es decir, un modelo alternativo a la rutina. Estamos arreglando calles como las arreglábamos hace treinta años. El resultado es bueno pero podría ser más renovador, más profundo, más filosófico. Siendo la movilidad el tema estrella del mandato parece mentira que las realizaciones clave sean una superilla frustrada y la medida errónea y ditirámbica de limitar las plazas de aparcamiento subterráneas.
Dicho esto, la Via Laietana tiene ahora mismo tres hitos divertidos: un edificio en lucha, en el número 8, con los vecinos atrincherados contra el “barricidio”, es decir, contra el mercado especulativo que los tritura. Después está el edificio a redimir, la vieja y connotada comisaría de policía que obviamente tiene que llegar a ser un espacio de la memoria sobre la represión, con sus estancias de azulejos preservadas para poder imaginar los interrogatorios y las torturas. Y en tercer lugar, el incómodo monumento a Antonio López, el naviero hipermillonario que no hacía ascos al tráfico de esclavos, un personaje poco vinculado a la ciudad actual, que nadie se atreverá a reivindicar. La política de memoria y de gestos reparadores es lo que mejor le funciona a este Ayuntamiento, lo que más le facilita la complicidad de la oposición, así que a tirar millas. Es una política que no roza el tronco central de un hipotético modelo de ciudad, pero es que ese modelo todavía no ha emergido en la confusa tarea cotidiana.
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