De cartas y manifiestos que nadie lee
Salvar la cultura no es un eufemismo reivindicativo ni una reclamación gremial. Es el timbre de alarma que hacemos sonar cuando las cosas van de mal en peor
Un grupo de intelectuales ha hecho llegar a los parlamentarios españoles otra declaración de intenciones, que bien podría sonar como un gemido mendicante. Los representantes, ocupados en su urgencia legislativa, la han acogido con gentileza y han prometido que harán lo posible. Una vez más. Resulta curioso comprobar cómo suenan las cosas cuando nadie atiende. Como esas palabras que repiten insistentemente los niños hasta comprobar que, en efecto, no significan nada.
Más o menos, a sus señorías se les ha dicho esto: salvar la cultura no es un eufemismo reivindicativo ni una reclamación gremial. Es el timbre de alarma que hacemos sonar cuando las cosas van de mal en peor. La actual indolencia legislativa ha lesionado de tal modo al mundo de la cultura que ya no es posible esperar más. Las carencias que padece, las cargas, reglamentos e impuestos que soporta, pertenecen a un orden de cosas a todas luces inaceptable.
Los profesionales, gremios y asociaciones del mundo de la cultura —un mundo al que pertenece la ciudadanía al completo— esperan un nuevo acuerdo parlamentario, una alianza general que defina el modelo cultural que necesita nuestro país. Un modelo que reconoce en la cultura la más alta expresión de la singularidad humana, el fundamento cívico, la señal de identidad de una sociedad que sabe proteger sus mejores valores.
Porque la cultura no es una mercancía ni un catálogo de servicios para el ocio. La cultura no es un entretenimiento. La cultura es la singular y excepcional creación del espíritu humano: la inspiración y la destreza que permite al ciudadano desarrollar su inteligencia, conocimiento y sensibilidad.
No se suele pensar en ello, pero la cultura es lo único que queda de todos los que vivieron antes y la única huella que vamos a dejar. La cultura es la herencia de una larga historia: el fruto siempre actual de los hallazgos intelectuales y artísticos. La elaboración estética y moral de la experiencia que nos perfecciona.
La cultura es la re-creación del mundo: el fruto del talento, la obra de la imaginación. Cultura es la certeza de lo que somos y de lo que queremos ser; cultura es lo que sabemos, no lo que ignoramos. La cultura es la formación permanente del ciudadano, la adquisición de nuevas y satisfactorias habilidades cognitivas. La cultura es la riqueza y elegancia del lenguaje.
Un país que no incrementa su patrimonio cultural, un país que merma el talento de sus creadores, un país que obstaculiza la posibilidad vivir junto a las creaciones del espíritu, se condena a la peor de las indigencias: la depauperada identidad y el desorden emocional de la incultura.
Será necesario recordar que, junto a su circuito económico y laboral, la cultura cumple una doble función. Por un lado, contribuye a fomentar una ciudadanía responsable; por otro, expresa el grado de inteligencia y sensibilidad que cada país ha sido capaz de cultivar. La conciencia que una sociedad tiene de sí misma depende de la excelencia cultural que alcanzan sus ciudadanos. Pues la cultura es en cada presente de la Historia el fermento de la vocación civilizadora de la Humanidad y como tal debe ser tratada por las leyes y reglamentos de nuestro tiempo.
Digamos, a modo de resumen, que rechazar frontalmente, omitir esquivamente o prescindir olímpicamente de esta carta, consolidará una vieja premonición. La funesta sospecha de estar condenados a vivir la perpetua reproducción de lo mismo.
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