Una llave a lo invisible
Raimon Molins se ha centrado para su 'Nina' en el acto IV de 'La gaviota' de Chéjov
Para cerrar su Trilogía de la imperfección Raimon Molins se ha centrado en el acto IV de La gaviota de Chéjov, cuando sobre los personajes ha pasado la apisonadora del tiempo. Un díptico sobre Tréplev y Nina, que cede su nombre al montaje, como antes lo hicieron la Nora de Ibsen y la Julia de Strindberg. Dos actitudes frente la inercia erosiva de la vida. Dos finales. Nina cierra su etapa moscovita (fracaso profesional, decepción sentimental, muerte de un hijo) con una bomba de fabricación casera. Atrás deja ruinas. Tréplev acaba, como dejó escrito Chéjov, con un disparo. El éxito al segundo intento, en el mismo lugar que ha sido el único escenario de su amedrentada existencia.
Todo lo que gira en torno a Tréplev se ajusta a la melancolía de un escritor que se anticipa al estallido de las vanguardias. Un retrato chejoviano modélico que Jordi Llordella resuelve con cierta desesperación existencialista, y una relación fetichista con el arma que es el relicario de su fracaso. Más personal es en cambio la lectura de Nina (Gal·la Sabaté). Liberado de la tutoría del texto, Molins crea un ahora para un personaje que para Chéjov es solo ayer en el acto de las resoluciones. Relato del desencanto del tiempo transcurrido lejos de Tréplev. El público asiste a las decisiones y acciones finales que llevan a una mujer a romper con sus dos últimos años para embarcarse en un nuevo capítulo vital: el que cabe en una maleta. Sabaté, rodeada por sombras libres -como en un cuento de Chamisso-, batalla con los fantasmas del pasado, presente y futuro -como en un cuento de Dickens- para comenzar de nuevo sin las fútiles ilusiones de juventud. Sabaté, que trasmite un conflicto fragilidad-fortaleza natural, entabla esa lid casi sin palabras. Es una interpretación de miradas, de gestos sin trascendencia pero trascendentes, de sincronía coreográfica con las delicadas fantasmagorías que Joan Rodón ha creado para este espectáculo. Un concierto de emociones que la actriz interpreta con sugestiva simplicidad.
Nina
De Anton Chéjov. Dirección y dramaturgia: Raimon Molins. Intérpretes: Gal·la Sabaté y Jordi Llordella. Sala Atrium, 10 de mayo.
Quizá sea Nina el montaje con un mejor equilibrio entre el diseño audiovisual y aquello que sucede en vivo ante el espectador. Ha desaparecido la cámara -protagonista en Nora, metáfora en Júlia- para crear una segunda dimensión de proyecciones que ayuda a que emerjan las imágenes del subconsciente. Un juego de ilusiones que completa el retrato de ambos personajes. La interacción entre ambos lenguajes no es forzada. En las dos anteriores propuestas de la trilogía quizá la voluntad de intervenir era más acusada, más categórica y germánica en su objetivo de crear un lenguaje transversal y/o híbrido entre el teatro y el audiovisual. Pero lo que entonces se percibía como una declaración de dirección, en Nina es una llave a lo invisible.
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