Llach, el elefante y el mensajero
Unos han atacado al icono del independentismo por lo que ha dicho y otros al mensajero por reproducirlo
Conforme se acerca la hora de la verdad, la cuerda se va tensando. En esa dialéctica cabe inscribir el episodio que ha protagonizado el cantautor Lluís Llach la última semana y el cruce de improperios que han inundado las redes sociales, unos atacando al icono del independentismo por lo que ha dicho, y otros atacando al mensajero por reproducir lo que el icono ha dicho. Este es un país extraño, en el que la política vive en un estado permanente de ansiedad anticipatoria y se suceden las más enconadas polémicas no por lo que ocurre sino por lo que va a ocurrir, cuando nadie es capaz de predecir qué ocurrirá.
El proceso ha vivido durante mucho tiempo, del farol. De pensar y hacer pensar que puede conseguir lo que se propone —nada menos que la amputación del 20% del PIB de España— sin traumas, en una especie de revolución de las sonrisas que solo exigirá amables adhesiones. Ese discurso se está agotando. La otra parte comienza a mostrar lo afiladas que tiene las garras. Además de la ignominiosa guerra sucia orquestada desde los despachos del Ministerio del Interior, los poderes del Estado no dejan de lanzar señales de que no lo van a poner fácil. Conforme la fuga hacia adelante se queda sin horizonte, todo se vuelve más bronco.
Llach es uno de los once diputados independientes de la lista de JxS y su misión no es tanto ejercer de parlamentario como de icono del Procés. Aunque ha participado en seis comisiones y ha presidido incluso la de Estudios sobre el Proceso Autonómico tras la muerte de Muriel Casals, su función es, ante todo, ejercer como el rostro amable y carismático del Procés. Símbolo indiscutible de la lucha por la democracia, referente moral e intelectual del catalanismo, su principal misión es dar confianza. Que Llach diga que Ítaca está a la vuelta del próximo cabo puede ser más efectivo que muchos manifiestos. Su convicción es el mejor aval para quienes necesitan renovar su fe en la causa y por eso se prodiga en conferencias donde explica los detalles de cómo será el último tramo del viaje.
Y es ahí donde emergen las contradicciones. Decir que los funcionarios que no respeten la nueva legalidad emanada del Parlament tras las leyes de transitoriedad jurídica podrán ser sancionados, y que muchos, empezando por los Mossos d'Esquadra, “sufrirán”, supone reconocer que no va a haber un tránsito amable de “la ley a la ley”. Sería así si las leyes de desconexión fueran fruto de un pacto y dieran lugar a una transición ordenada desde la legalidad española a la nueva legalidad catalana. Pero sin acuerdo con el Estado español, en un proceso de ruptura del marco legal, no cabe esa posibilidad.
Lo que Llach reconocía sin pretenderlo es que si llega a promulgarse la ley de desconexión se producirá un choque de legitimidades. Los impulsores del Procés tratarán por todos los medios, incluida la coacción si es necesario, de hacer valer la legalidad emanada del Parlament. Pero los poderes institucionales del Estado la impugnarán y tratarán de imponer la legalidad constitucional. Unos y otros se aprestarán a sancionar a quienes no respeten su legalidad. Y eso pondrá a miles de funcionarios en una fuerte tensión.
Es poco probable que se llegue a esa situación, pero si así fuera, sería todo menos confortable, como ha reconocido Llach en sus conferencias. Especialmente delicadas son las menciones a los Mossos d'Esquadra, porque su papel es precisamente actuar como garantes de la ley. Cuando el independentismo radical critica a los Mossos por intervenir en actuaciones judiciales contra el secesionismo o pide a la policía autonómica que, llegado el momento, se ponga del lado del secesionismo, está jugando con fuego. Demuestra no tener en absoluto claro cómo funciona un Estado de Derecho, se llame España o República Catalana. Al mencionarlos, Llach puso también el dedo en la llaga.
Lo que Llach constataba es que una ruptura de la legalidad exigiría en algún momento la desobediencia masiva de miles y miles de personas y que no sería fácil lograrlo. Es cierto que un escenario de esta naturaleza tampoco es deseable para los defensores del ordenamiento constitucional, pues a partir de cierta extensión de la desobediencia podría resultar complicado imponer el orden impugnado. En todo caso, las palabras de Llach desmienten los augurios de tránsito indoloro y confirman que, si el Proceso sigue adelante, en algún momento se planteará el dilema de qué leyes obedecer. Y eso causará sufrimiento, porque las amenazas vendrán de los dos lados. Ese era el elefante que estaba en la habitación. Decirlo, cuando hasta ahora se ha venido repitiendo lo contrario, es noticia y por eso lo han reproducido todos los medios.
La reacción ha sido airada. Las redes se han incendiado y han abundado los excesos y exabruptos. Desde la oposición al Procés se ha interpretado que Llach mostraba la “verdadera naturaleza coactiva” del secesionismo, un anticipo de lo que está por venir. Algunos han ido más allá y han relacionado de nuevo el Procés con el nazismo y hasta con Marine Le Pen. Incómodos, el presidente Puigdemont y el grupo de JxS han escenificado en el Parlament su apoyo al diputado Llach, pero se han apresurado a echar agua al incendio. El propio Llach quiso enterrar rápidamente la polémica. “Últimamente dices una cosa y brr, brr, brr!”, zanjó en una entrevista.
Pero el episodio ha tenido algunos efectos colaterales. Uno es la reacción furibunda del independentismo radical contra el mensajero, que se ha expresado sobre todo en forma de insultos en las redes sociales. Pero también ha sorprendido la reacción de algunos cargos institucionales, que han hablado de manipulación, cuando la conferencia estaba disponible en vídeo. La publicación de la información ha sido considerada un ataque al Procés, como si reproducir las palabras de Llach fuera un acto de lesa traición y no un ejercicio normal del derecho de información.
La otra tiene que ver con la función de los iconos culturales y su relación con la política. No hay duda de que Llach atesora un enorme capital moral, fruto de una trayectoria impecable y una obra creativa que forma parte, como diría Manuel Vázquez Montalbán, de la educación sentimental de la mayoría de los catalanes. Cuando alguien como él se adhiere a una causa, le aporta todo ese capital. Pero la decisión de bajar a la arena política tiene sus costes y sus riesgos. Se convierte en un político más, susceptible de crítica, controversia y confrontación. Como todos los demás. Y puede sufrir erosión. Al menos entre quienes, aun admirándole como artista, no comulgan con su causa.
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