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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La batalla del agua

No deja de ser una anomalía ética hacer negocio con un derecho fundamental como es recibir agua en casa

Una depuradora del área metropolitana de Barcelona.
Una depuradora del área metropolitana de Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI

Terrassa será el epicentro de la batalla del agua, el movimiento municipalizador que, ineluctable como una marea, va llegando a todas partes. Terrassa tiene algo de laboratorio. No es una ciudad estrictamente metropolitana y tiene el tamaño justo para establecer un precedente. Y tiene historia, un elemento importante en este debate. En efecto, en 1842 se creó una empresa —dicen que la más antigua que consta viva en el registro— para asegurar la provisión de agua a la emergente industria textil. De hecho, la creciente necesidad de higiene domiciliaria y la voracidad de la industria despertaron este tipo de empresas en la segunda mitad del XIX. En todas partes. Muchas de estas empresas rápidamente se transformaron en multinacionales, porque las inversiones eran demasiado grandes para la capacidad local. Empresas belgas o francesas o suizas se hicieron con la gestión del agua a través de la marca local, también en Barcelona, donde el proceso, que se multiplicó con la construcción del Eixample, fue similar.

Sea Mina de Terrassa o la Sociedad General de Aguas de Barcelona, estas empresas tuvieron que hacer una ingente inversión. La distribución del agua no era fácil. Barcelona y sus alrededores están llenos de acueductos —desde el romano— o “cases de l’aigua”, donde motores y grandes ruedas fascinantes activaban la circulación del líquido. Un líquido que no venía de los depauperados pozos de la capital sino de los ríos que la circundan, primero el Besòs desde Montcada, después el Llobregat y más tarde el Ter, hasta hoy. Así, las empresas responsables de la gestión fueron generando un patrimonio espectacular, en parte convertido en museo y en parte todavía operativo. Ese es un plato de la balanza; el otro, pura lógica, es que una empresa privada busca un beneficio y no deja de ser una anomalía ética hacer negocio con un derecho fundamental como es recibir agua en casa. Claro que mejor no mirar hacia la pública empresa del Canal de Isabel II, en Madrid.

El caso es que la ola de remunicipalización –un término ambiguo porque el servicio no ha sido municipal nunca—ha ido avanzando, de la mano de plataformas como Aigua és Vida, presente en la gestión de muchos Ayuntamientos, o cercana a ellos. Pero también ciudades como París o Berlín han dado el paso, con el resultado de una cierta rebaja en el recibo doméstico. Era lógico que Barcelona empezara a mover carpetas para sumarse, de momento de forma retórica. También es cierto que, si se mira de cerca la gestión del ciclo del agua, desde la captación hasta la distribución, en manos de dos empresas diferentes, hay tantos concursos fallidos y privatizaciones aberrantes que es para borrar la pizarra y empezar de nuevo. Total, que así como el Ayuntamiento de Terrassa tiene que lidiar con Mina, ya extinguida la concesión, Barcelona lo hará con rivales poderosos. En este momento, mal privatizada Aigües del Ter- Llobregat, la segunda fase de la gestión la tiene una empresa mixta, en la que el Área Metropolitana tiene el 15% del capital.

No es banal que la distribución del agua sea metropolitana. Quiere decir que las decisiones del pleno de Barcelona afectarán a otros 22 municipios, más pequeños, que tienen muy pocas ganas de cambiar el servicio, que les resulta eficaz. Pero Barcelona tiende siempre a una actitud de madrastra que decide por todos, sin más. El caso es que Barcelona no tiene competencias, no es suyo el ámbito de decisión. Y después hay tres problemas: absorber a los trabajadores de la empresa, ajenos a cualquier municipio, sabiendo que incorporar personal a una nómina municipal es una carga para el presupuesto, además de estar vetado por la ley española. Dos, quedarse las infraestructuras generadas y que no son moco de pavo (Mina reclama 60 millones de compensación) ni se pueden dar por amortizadas; y tres, encarar las inversiones, que tampoco son menores.

Al margen del valor ético del servicio público, no siempre esta solución es la más eficiente o la más oportuna. Es obvio que este tema está impulsado por una enorme carga política y que será otro de los asuntos simbólicos que se plantearán estos meses. Pero no será rápido, ni será fácil —el Área Metropolitana no está exactamente por la labor—, ni seguramente será en este mandato. A veces las batallas se plantean por el valor de las palabras y no por la solución de problemas concretos.

Patricia Gabancho es escritora.

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