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café de madrid

Penitencia pasajera

Como penitentes en procesión, los turistas asumen la lenta peregrinación de las colas constantes: la fila para las entradas a los museos, la cola de las comidas y los pasos lentos de todos los santos de bulto que ocupan el arroyo de las calles ahora alineadas no sólo por feligreses y creyentes, sino también por devotos ocasionales, laicos peregrinos y mirones circunstanciales. Ecualización de los deseos, los variables días de la Semana Santa de todos los años ecumeniza –de una u otra manera—el deseo compartido por la mayoría de los prójimos: aliviar los dolores del alma, sean del espíritu pecador arrepentido o del viajero cansado que sólo busca una hamaca digna para descansar sus pies cansados.

Allí adelante, va el Cashorro con su cara de desahuciado y a mi lado, una llorosa Dolorosa viuda que gira los ojos en blanco; varios nazarenos de blonda cabellera aún sin coronarla de espinas vienen escuchando letanías tristes en los cascos de sus audífonos y los gendarmes de todas las ciudades atiborradas de turismo espiritual avanzan con el peso cansino de su coreografía como legionarios romanos. Al doblar la esquina, unos desvelados vienen de la última cena de sus vacaciones en grupo, quejándose de que alguno de ellos ha realizado la traición impredecible de su confianza y entre todos ellos, el más joven, el que anota en una libreta lo que podría convertirse en el evangelio de su asueto. Por el sol quemante se agolpan en la poca sombra unos chismosos de turbantes coloridos y entre tanta multitud, de pronto una fila serena de mujeres que vienen de luto, con mantillas largas colgadas sobre los mástiles de sus peinetas de pandereta silenciosa, elegantes hasta en la mirada concentrada en los adoquines de las viejas calles bañadas por goteo de cirios y velas largas.

Van los de las cofradías con sus cucuruchos bamboleantes, apenas sus ojos a la vista, descalzos todos con la penitencia pasajera de cumplir con la procesión llevando cada un su maleta con o sin ruedas por las calles que resuenan con las campanadas de los horarios precisos de los trenes y los pases de abordar de todos los vuelos que cumplen la liturgia anual de conmemorar la tragedia del humilde hijo de un carpintero olvidado, sin que nadie en realidad se proponga ya seguirle el ejemplo, aunque todos –de una u otra manera—procurarán evocarlo en cuanto toda la coreografía de la cotidianidad se vuelva a instalar en el tedio irrefrenable y la aburrición desilusionada en busca de una futura redención.

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