Del padre de la sinfonía al ‘hijo’ de Beethoven
La Sinfónica celebra conciertos en ámbitos bien distintos, tanto en acústica como en arquitectura
La Orquesta Sinfónica de Galicia (OSG) ha celebrado esta semana pasada dos conciertos: el jueves en el flamante Auditorio de Ferrol y el viernes en el decrépito Palacio de la Ópera de A Coruña, dirigida por su titular, Dima Slobodeniouk, y acompañando al veterano pianista brasileño Nelson Freire. En programa, la Sinfonía nº 104 en re mayor, “Londres”, y el Concierto para piano y orquesta nº 2 en si bemol mayor, op. 83 de Brahms.
Un programa en el que culminan las trayectorias creativas de dos de los mayores compositores de la historia, demostrativas del genio creativo e inmensa capacidad de evolución de ambos. En primer lugar, la última sinfonía de Haydn es una acendrada muestra de la sabiduría artística y social del llamado Padre de la Sinfonía.
La sinfonía de Haydn fue en manos de Slobodeniouk y la Sinfónica una maravilla de control sonoro, claridad, precisión y fraseo. Tuvo grandes momentos, como el ambiente festivo-campestre, casi de romería, de su movimiento final, por su inicio con el pedal de las trompas como roncón de gaita y el oboe como punteiro o por su brillantez final, tan característica de Haydn. Pero quizás el punto culminante para catadores haydnianos fue la claridad con que se expuso y se oyó la telaraña de líneas melódicas del Trio de su Minueto.
En la segunda parte, el Concierto para piano nº 2, la que muchos consideran que es la cima pianística de Brahms, ese “hijo” de Beethoven que tanto tardó en intentar emular a su padre en el campo sinfónico. La consecuencia bien conocida, un “corpus” pianístico de enorme magnitud, incluidos sus dos conciertos con orquesta.
El canto inicial de la trompa de Nicolás Gómez Naval fue como un claro manantial del que surgió el sonido del piano de Freire. Umbría oscuridad inicial y brillo de reflejo solar en sus primeros agudos marcaron su canto entre la densidad de bosque armónico de mil ramas de la escritura orquestal y de la parte del piano.
Tras la nota final del Allegro non troppo, increíblemente respirada por toda la orquesta, el Allegro apassionato viajó de de la gracia a la grandeza. La personalidad pianística-sinfónica de la obra -el piano en plano de igualdad con la orquesta, integrado en su sonido o en repuestas casi de confrontación entre ambos- fue como un fuerte masaje relajante en el ánimo de los asistentes al concierto.
Debidamente trabajado el ánimo, el estado de elevación por la serenidad vino dado por el solo inicial del chelo de Ruslana Prokopenko en el Andante-piu adagio. La orquesta, con un sonido atinadamente controlado por Slobodeniouk, dio una excelente respuesta. El oboe de Casey Hill, las trompas (qué grandes, los solos de Adrián García Carballo en esta obra) y el clarinete de Juan Ferrer fueron idónea compañia para el piano de Freire, cuyo sonido parecía salir por momentos del murmullo del agua o la potente energía de un barco que la surcara.
El retorno del canto del chelo en un registro más agudo y su repetición en la tesitura inicial resaltaron junto a Freire y la orquesta el carácter casi camerístico del movimiento. La sensación de absoluta y serena placidez hizo su efecto en el auditorio. Freire marcó el inicial carácter juguetón del Allegretto final y la orquesta lo siguió, en él y el el crecimiento de su intensidad expresiva, a lo largo del movimiento hasta la brillantez sinfónica final. El público premió a todos con una fuerte y merecida ovación.
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