La pasión de votar
La asignación de responsabilidades al ciudadano le hace responsable y cabalmente consciente de lo que nos jugamos cuando votamos sin tutelas y sin trampas
Como casi todas las pasiones, también la pasión de votar debe de tener sus contraindicaciones. Lo extraño es la creciente suspicacia europea hacia esa afición, como si se estuviera empezando a convertir en una tontísima manía eso de querer expresar con el voto una opinión fundada. Últimamente, empezamos a estar todos segurísimos de que las cabezas en democracia se cuecen a fuego muy vivo con idioteces monstruosas y falsas ideas, falsas noticias, falsas alternativas (tan falsas como la realidad alternativa) y todo tipo de averías mentales y emocionales.
Parece estar ganando crédito muy solemne la meditación soberana sobre las condiciones de funcionamiento de las democracias occidentales. Se insiste en que la democracia representativa es una cosa seria, hecha de contrapesos y filtros y medidas, mientras que su hermana populista aberrante, degradada y caprichosa, nace de un mal uso de ella y deriva peligrosamente en las democracias plebiscitarias de los dictadores, poco menos que antesala del infierno del totalitarismo. El ejemplo casero y castizo lo tenemos en la democracia orgánica que inventó el franquismo como brillante posverdad institucional, antes de la era de la posverdad, o antes de la exhibición descarnada de los poderes de la posverdad.
En un libro en marcha que conducen a medias Jordi Ibáñez Fanés y Domingo Ródenas se alude a múltiples formas de verdades embusteras. Cuando salga el libro (en Calambur), habrá ya nuevas y más feroces posverdades triunfales, captadas por algunos de los colaboradores que veo en el índice —Victoria Camps, Andreu Jaume, César Rendueles, Marta Sanz, Joaquín Estefanía, Valentí Puig, Nora Catelli y algunos otros—. Y entre ellas puede figurar ya la disolución en la cloaca populista de la democracia representativa.
No es ese temor ningún disparate, evidentemente, pero quizá sea prematuro. En España no tenemos tanta práctica como para habernos cansado de pasión tan noble. Es verdad que los últimos tiempos han puesto a prueba nuestra resistencia a las pasiones, pero no en forma de referéndum civilizado. En eso estamos tirando a pez, y parece cuando menos un tanto alarmista ponerle freno a las iniciativas políticas que reclaman esas prácticas en condiciones concretas y específicas y sin que se convierta la convocatoria de consultas a la ciudadanía en un entretenido calabobos de temporada.
La experiencia reciente de Madrid ha sido escandalosamente usada para degradar o devaluar esa práctica cuando no parece que podamos jactarnos en exceso de habernos educado en un uso responsable, convencido y plenamente democrático de ese instrumento de consulta a una ciudadanía adulta. Es verdad que si vivimos bajo el síndrome angustioso de la posverdad, no hay salida del túnel porque es todo negro y nadie piensa ni nadie se informa, a un paso del apocalipsis de una vida sumisa a la más negra mentira global.
Pero el escándalo es casi siempre un punto farisaico. A mí me está pasando lo contrario. La proliferación de este tipo de alarmas contra la indigencia cultural de nuestras democracias acentúa cada vez más mi devoción por fraguar las condiciones morales y políticas para que el uso de las consultas sea inteligente, legítimo y jurídicamente consistente, de manera que cualquiera pueda soñar con emitir su voto con la neutralidad institucional garantizada, información veraz y acuerdo expreso y pactado sobre las consecuencias de la consulta.
Tiendo a creer que la asignación de responsabilidades al ciudadano contribuye a hacerlo (hacernos) responsable y cabalmente consciente de lo que nos jugamos cuando votamos sin tutelas y sin trampas. Sueño, o mejor dicho, fabulo íntimamente una sociedad capaz de dirimir en condiciones de igualdad y neutralidad si quiere la independencia de Cataluña porque me parece un asunto colectivo y relevante, de la misma manera que me parece muy relevante que una consulta oficial y leal pregunte a una ciudadanía, tan bien o mal educada como en el resto de Europa, si prefiere una forma de Estado reaccionaria y premoderna o prefiere quitar y poner cada cuatro o cada seis años a su presidente de la República.
Como éstas se me ocurren unas cuantas preguntas directas y claras para mejorar una democracia representativa mientras promueve entre los ciudadanos un sentido de pertenencia y participación que no esté basado en señas de identidad sanguíneas o genómicas sino jurídicas y políticas. Quizá me esté dejando llevar por la pasión de votar, es cierto, pero es que votar me gusta con desenfreno.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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