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SOUL / Josh Hoyer

Calor humano y artístico

El hombre de la visera y sus Colosos del Soul debutan en Madrid con una noche ardorosa y muy solvente

Josh Hoyer & Soul Colossal.
Josh Hoyer & Soul Colossal.JAMESON HOOTON

¿Alguien sabe cuántos grandes artistas de soul habitan las tierras estadounidenses? El nombre de Josh Hoyer puede que todavía no constase en los listados más socorridos, pero urge incluirlo a la voz de ya. De hecho, sorprende que el caballero de la inseparable viserita gris y sus aguerridos Soul Colossal no hubieran pisado hasta este mes de marzo suelo europeo, teniendo en cuenta que les contemplan tres álbumes de estudio, uno en directo y una agenda de conciertos estajanovista. Y ese rodaje de una banda acostumbrada a subirse 130 veces por año a las tablas resultó un aval incontestable este miércoles en la Sala Clamores, abarrotada hasta el último rincón, muy predispuesta a dejarse llevar por el pálpito y el chorreo de las glándulas sudoríparas. Porque el calor humano y el artístico propiciaban un efecto muy similar a pie de escenario.

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Josh es un tipo de Lincoln (Nebraska) de pose bonachona y tez clarísima, pero sus cuerdas vocales han destilado todos los aromas esenciales del último medio siglo en la música del alma: de Motown a Stax (¡mucho Stax!), Muscle Shoals y hasta el Philly Sound. No hay nada que inventarse en este apartado, solo acreditar respeto y una solvencia muy elevada para erigirse en heredero digno de semejante legado. Y nuestro sonriente cantante y organista supera el listón con creces. Incluso se recrea con desarrollos extensos en muchos títulos, dejando holgado margen a saxo y guitarra eléctrica para que se regodearan con sus florituras. Un tipo generoso, este Hoyer; detalles así delatan horas de vuelo y, sobre todo, una vasta cultura de club.

Al jefe de los Colosos tienden a colocarlo en algún lugar entre James Brown y Otis Reding, en realidad un espacio que le serviría de ubicación a docenas de coetáneos. Ubiquémosle más bien junto al cálido grosor vocal de Gregory Porter y la viva incandescencia de Nathaniel Rateliff (¿hemos mencionado a Stax?), aunque los obstinatos rítmicos del bajo y las cálidas notas sostenidas del saxo en algunas baladas (Parts of a man) remiten más bien a esas ensoñadoras tierras de Caledonia que soñó Van Morrison. El invento pierde parte de su encanto en los devaneos instrumentales con el funk, un vehículo para el lucimiento mil veces carburado, pero la rutina es excepción. En realidad, el repertorio propio es bien seductor (A man who believes his own lies) y hasta queda hueco para honrar un blues clásico como Nobody’s fault but mine. Lo dicho: completen su nómina de blancos negroides.

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