_
_
_
_
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La deconstrucción del cine sueco

Molins construye un diálogo cómplice entre su propuesta dramática y los elementos que introdujo Sjöberg en La señorita Julia

Alf Sjöberg es el protagonista de Júlia, la adaptación del drama de August Strindberg firmada por Raimon Molins. Segunda entrega de su Trilogia de la Imperfecció. Sjöberg, el gran referente del Dramaten antes de la llegada de Ingmar Bergman, rodó en 1951 una premiada adaptación cinematográfica de La señorita Julia, basada en su propia versión escénica. Ese blanco y negro de filmoteca se extiende por las paredes de la Sala Atrium. Domina el rostro tan atormentado como inmaculado de Anita Björk.

Sobre estas sombras proyectadas Molins construye —con el concurso físico de los tres intérpretes— un diálogo cómplice entre su propuesta dramática y los elementos que introdujo Sjöberg para socavar el naturalismo de Strindberg. Un ensayo en vivo sobre cómo abrir, en el tiempo y el espacio, un relato que transcurre en el encierro de una cocina; sobre el eco de los experimentos de planos y montaje de Eisenstein; sobre cómo modificar el discurso original con metáforas psicoanalíticas, sobre cómo extraer de un texto naturalista la sustancia onírica de futuros títulos de Strindberg.

Una deconstrucción a fondo de la osamenta dramática a partir de un precedente con prestigio que relega el hecho teatral mismo, que instrumentaliza —quizá en exceso— el trabajo de los intérpretes. Un montaje que no se para en desarrollar la compleja y basculante relación de dominación entre una mujer joven y libre y su criado con aspiraciones sociales. Patrícia Mendoza (Júlia) y Jordi Llordella (Jan) encuentran pocas oportunidades para zafarse de las obligaciones de interactuar con las imágenes históricas, con las nuevas que intentan fundirse con el mundo creado por Sjöberg y las captadas en directo. Entregadas marionetas que sólo en contadas ocasiones logran deshacerse de la tiranía de los hilos que maneja de manera muy visible el director. Quizá cuando Mendoza abre su coraza de heredera caprichosa por los vapores del vino. Ahí la actriz reclama su lugar en la función y lo hace con sensibilidad, tomándose el tiempo necesario para ser escuchada.

Tanto control ejerce sobre los protagonistas que un personaje secundario como Cristina, la cocinera que contempla como su prometido se le escapa de las manos se ve claramente favorecida. Mireia Trias comparte casi siempre el escenario con los otros personajes, aunque no lo mande el texto; solución ya probada por Bergman. Su papel de observadora callada, interesada y humillada, con la figura hierática que evoca la severidad del pietismo escandinavo (Pernilla August en Jerusalem), es particularmente inquietante. Sólo ella acumula como una batería humana la malsana energía que genera el texto y que no parece afectar al resto de la puesta en escena, por otra parte muy trabajada en su ejercicio metateatral.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_