Malú desencadenada
La cantante llena por cuarta vez este año el WiZink Center
María Lucía Sánchez Benítez es la cantante pop con más éxito en España. No “una de las más”: la definición de Malú solo acepta adjetivos mayestáticos. Donde hace apenas un par de semanas Robert Smith abarrotaba con The Cure el WiZink Center —antes Palacio de los Deportes—, ayer, la artista madrileña, a sus 34 años, repetía la hazaña, con una ventaja: colgaba por cuarta vez el cartel de “no hay entradas” en un año. Ni en sus mejores sueños una discográfica imaginaría mejor carta de presentación para su último disco, Caos. La cosa no acaba aquí: Malú ya había hecho un completo por partida cuádruple con su anterior álbum en este estadio. Multipliquen 15.000 espectadores por ocho.
La sobrina de Paco de Lucía hereda el aire aflamencado en su repertorio, pero poco más. En muchas ocasiones, Malú ha declarado su pasión por el rock y, como esta es su fiesta, no faltó de eso en su culminación de gira, ni de nada que se le antojara.
La cosa empezó con nueve pantallas enormes de altísima definición mostrando imágenes atropelladas de unos cuantos rascacielos en blanco y negro. Antes de salir al escenario, unos acordes sintéticos y unos graves que zarandeaban el suelo, acompañados de chirriantes sirenas de policía, invadieron el estadio. A partir de allí, podía pasar de todo: no habrían desentonado ni la reaparición de The Cure sobre el escenario, ni la de Tool, esa banda de heavy metal que tanto cuida sus visuales y su sonido. Pero no: la que apareció fue Malú, con el pelo zarandeado por un ventilador y un vestido ceñidísimo, negrísimo y rojísimo —su indumentaria cambiaría unas cuantas veces durante el concierto, a cada cual más creativa— acompañada de una banda generosa: tres guitarras, un bajo, batería y teclado.
Empezó con Cenizas, siguió con De vez en cuando, en ese estilo de pop y flamenco fusionados que tanto han pregonado los triunfantes de Operación Triunfo, pero con una diferencia: ella llegó antes. En 1998, cuando se estrenó con Aprendiz, el álbum que tomaba el nombre de su canción amuleto, que le regaló Alejandro Sanz. Vanessa Paradis fue una musa pop efímera gracias a una canción de Lenny Kravitz; Malú aprovechó ese golpe de suerte —y su chorro de voz— para labrarse una carrera de largo recorrido: ya van 13 discos desde entonces, y con cada uno se vuelve más masiva.
Así fue su concierto de ayer: masivo. Sus canciones son una combinación de pop aflamencado de manual, pero deja espacio a la guitarra eléctrica y sus solos heavies de larga duración, a los imponentes soliloquios de bombo del batería o a los efectos de un teclado a ratos complaciente, a ratos synth pop. El sonido, perfectamente estudiado para la contundencia, daba espacio sobrado a cada ocurrencia sonora de Malú.
Y el público, claro, encantado. Pasaron por el escenario Niña Pastori (“no volverá a nacer una niña así”, le dedicó la artista) o el también superventas Pablo Alborán. Y como las bandas de rock de estadio, regaló dos bises: en ellos sonaron Aprendiz —la más esperada— y Blanco y negro. Daba igual que Malú echara el resto con sus cuerdas vocales. Miles de gargantas las cantaron por ella.
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