Cuando ducharse es un lujo
Barcelona tiene 3.000 personas sin hogar y 253 duchas destinadas a este colectivo
Tres mil personas sin techo sobreviven diariamente deambulando por las calles y plazas de la capital catalana. No todos duermen a la intemperie. Algunos vienen, vagan y marchan. Nunca nadie supo, ni preguntó, por ellos. Otros habitan bajo el manto de las pocas estrellas que coronan Barcelona. Una ciudad que promete oportunidades y que sonríe a monumentos, visitantes y vendedores de souvenires. Ocultos, entre la selva urbana, casi invisibles al ojo del paseante, malviven centenares de personas que un día fueron expulsados a puntapiés de sus propias vidas. Coleccionan rachas de mala suerte, finiquitos, desamores y, sobre todo, problemas. Maldicen el día que se quedaron con lo puesto y sobreviven con un pedazo de hambre que llevarse a la boca.
Algunos sólo hace unos días que cayeron del tren de la vida y vierten todas sus fuerzas en correr a la estación más cercana. Otros no esperan nada. Caminarán, con zapatos de cuarto uso, hasta donde les lleven unas suelas estrenadas por desconocidos. Recorrerán parques, bancos, cajeros, puentes, comedores sociales, ambulancias y duchas compartidas. El Ayuntamiento de Barcelona mantiene abiertos en la ciudad cuatro centros con 140 duchas abiertas y gratuitas para las personas que lo requieran. La estadística es clara, cada año el consistorio proporciona más de 2.400 servicios de duchas. Además, entidades del tercer sector aportan otras 113 duchas a la causa. En total, ya sean en manos públicas o privadas, 253 duchas lavan a diario a todo aquel que o lo solicite o consiga un permiso de los servicios sociales.
La misión a alcanzar es clara: ¿Cómo se duchan las personas que malviven en nuestras plazas y calles? En Barcelona no hay duchas de pago fuera de gimnasios y otros centros privados. Recurrimos a la red pública. “Para ducharte aquí necesitas traernos la documentación de la asistente social”, informa la telefonista de unas duchas del barrio Poble Sec. Nos deriva al centro de día del 197 de la avenida Meridiana. Allí es algo más fácil alcanzar la limpieza corporal. Hay que calcular cuando se va a necesitar y, un día antes, apuntarse en una lista. “No te preguntarán nada más”, asegura la telefonista.
El Centro de Día de Meridiana está iluminado en tonos amarillos como de pensión siniestra. En la entrada, una recepcionista y un vigilante jurado. “Deme el DNI. Damos 50 números por día. Usted tiene el 47. Le toca mañana entre las 10.30 y las 11.00”, informa la recepcionista. Si no lo hemos hecho ya, nuestras preguntas delatan que somos novatos: “No, no es necesario que traiga toalla. De hecho, la ropa que tenga sucia la deja aquí y le daremos ropa limpia. Eso sí, la ropa que deje la pierde”, recuerda.
A las 10.20 del día siguiente ya estamos en la puerta de las duchas. Cerca de quince personas se saludan en el exterior. Unos acaban de salir duchados y perfectamente afeitados. Estrenan ropa y felicitan su buena suerte: “Pues el pantalón que me ha tocado es suave”. Un joven rumano, de edad imprecisa, aparca un carrito que un día perteneció a un supermercado. Amarra con cadena y candado a una farola el amasijo de ruedas y hierros con el que carga chatarra. Entramos con él a las duchas.
Van con retraso. Los trabajadores, la mayoría de ellos con las manos enfundadas en guantes azules, llaman a los usuarios por su nombre de pila y lanzan miradas extrañas hacia el nuevo.
Un hombre de mediana edad enmudece y con la mirada triste espera su turno. Otros comentan entre ellos una pequeña exposición de fotografía, precisamente de sin techo, que alguien ha colgado de las paredes de la sala de espera. “Mira éste dónde se ha metido a dormir. Este de aquí pareces tú empujando el carrito de la chatarra”, ríen como si se tratara de desgracias ajenas.
Por la puerta entra Rafael acompañado de otra persona sin hogar. Ambos llevan años deambulado a diario por el centro de Barcelona. La dureza de la calle les ha llevado a intentar evadirse de su desgracia. La indigencia les ha cargado de la adicción envuelta en tetrabrick de cartón. Rafael ayer se cayó y tiene la ropa llena de sangre. “Hoy no nos toca pero ¿podemos cambiarle la ropa?”, pide el compañero de Rafael. Una trabajadora rebusca en el ropero. Rafael se ha quedado dormido en la sala de espera. Su compañero mide la cintura del pantalón que le entregan con su propio cuello: “Este te irá bien”.
Llega nuestro turno. Enseñamos el número y nos adentramos en un pasillo. Al primero que nos encontramos es al vigilante de seguridad. “Deja aquí lo que tengas de valor porque allí dentro (en las duchas) puedes perderlo”, explica mientras guiña un ojo. Dejamos una mochila pero rescatamos una bolsa de plástico, que llevamos en el interior, con ropa limpia. Segunda parada. “Tome una toalla, cuchilla de afeitar… vamos a ver que ropa podemos darle por aquí”, comenta una señora uniformada con una bata blanca de sanitaria. “No hace falta llevó mi ropa”, seguimos por el pasillo.
Al fondo a la izquierda el vestuario de mujeres. A la derecha llega nuestro objetivo. Dentro, una decena de hombres hablan a gritos en árabe. Son duchas de vestuario antiguo de suelo grisáceo y puertas ocres. Nadie se pasea desnudo. El pudor es extremo. Esperamos desordenadamente nuestro turno después de decidir que hoy no toca afeitarse. Hay demasiada gente en las picas. Algunos ríen, otros cantan, otros miran en silencio el suelo. Todo se inunda en vaho. A los pies de nuestra ducha un champú de litro y medio: Dermodex. El agua está tibia pero no se puede regular. La puerta no tiene cerrojo pero nadie abre hasta que no salimos. Al salir siguen las miradas hacia el nuevo en el vestuario. Emprendemos el camino de salida, limpios pero sin afeitar. Nos devuelven la mochila. Fuera el joven rumano, de edad imprecisa, comienza, después de la ducha, su jornada arrastrando su carrito. La supervivencia para los 3.000 sin techo que malviven en Barcelona continúa.
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