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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El decapitado

Ese Franco sin rostro es una cabeza ausente que está presente, diseminada por todas partes. Puede que sea lo mejor de una exposición fallida

Mercè Ibarz

Bueno, ya está, ya se puede visitar en el Born la exposición de las puñetas que ha desatado una guerra de memorias. Guerra anticipada, que estalló este verano como si fuera una promoción publicitaria, pero al revés, una modalidad de la censura previa. Conté el lunes las repetidas (siete veces) y ecuménicas palabras del primer teniente de alcalde y mano derecha de la alcaldesa, Gerardo Pisarello, reconociendo la “incomodidad” que la exposición ha desatado entre lo que la jerga consensuada llama “distintas sensibilidades”. Cierto, la exposición es incómoda. Mucho: no se ve nada.

Está hecha de retazos pequeños de fotocopias y de fotos de prensa, en paneles grises metalizados que te ciegan los ojos, exige lupa y partirse el cuello para hacerse una idea cabal de lo que quiere explicar y de cómo lo hace.

Seguro que han seguido por los medios el guirigay que se armó este lunes todo el día, sobre todo a media tarde, cuando la inauguración. Si esto es debate sobre la impunidad del franquismo en democracia, adelante, no faltaría más. Desde luego, lo que domina en la exposición es el dictador. ¿Es eso políticamente incorrecto?

Domina Franco en el exterior, en la escultura decapitada por la que redoblan los tambores contrarios a su presencia en la calle y sobre todo delante del Born, ese lugar de ruinas y de conciencias ahora violentadas por una pregunta: ¿no puede ser lugar de encuentro entre antifranquistas, sean o no independentistas? A lo visto, no. Al menos de momento.

También domina el dictador dentro, y no sólo por el tema. Al estar tan mal montada la expo, lo que terminas por ver, lo que se te queda, son las únicas imágenes que propiamente se exponen: tres grandes fotos de la misma estatua ecuestre y, sobre todo, el busto en silicona del recorrido final, obra del artista Eugenio Merino. De un hiperrealismo fuerte y conseguido, es la cabeza del dictador ya viejo, como corresponde a un artista nacido en 1975. Merino la instaló en 2012 dentro de una nevera en una feria de arte. Le valió una denuncia de la Fundación Francisco Franco. Always Franco era el título.

Y en eso estamos, siempre Franco. También estamos en el título de otra de las instalaciones de Merino con la misma cabeza y gafas negrísimas de sol, sobre un palo de entreno de boxeo: Punching Franco, de hace dos años. Solo que ahora los puñetazos son físicos, como el otro día en la calle entre dos hombres, una performance ante los muchos fotógrafos que esperaban entrar al Born. Es curioso: la exposición presenta la escultura de Merino, esa cabeza del dictador, como alusión a la banalización del franquismo. No lo es. Su provocación no es nada banal. Te sacude.

Tal y como está hecha la micro-muestra y con el redoble de tambores, esas imágenes del dictador –fuera porque está en la para muchos puerta sagrada del Born, dentro porque luce más que todo el resto junto—puede que sean lo único que se recuerde de una iniciativa que se quiere pedagógica. Y que debería serlo, la verdad. Se habla muy poco de la persistencia de lo franquista en el espacio público: el Memorial Democràtic presentó en 2010 un censo de 7.700 símbolos en Cataluña, la mayoría el yugo y las flechas de las placas del ministerio de la vivienda. Tampoco los escolares ni incluso tantos universitarios tienen nociones serias sobre Franco ni mucho menos de la larga dictadura.

Ese Franco decapitado y a caballo que ahora te recibe en el Born es una imagen impagable: una cabeza ausente muy presente. Alguien se la llevó en 2013 de los almacenes municipales, sin que nadie sepa aún quien fue el ladrón, si lo hizo solo ni dónde ha ido a parar el botín. Se calcula que el decapitador conocía bien las dependencias (era alguien de la casa o uno de sus proveedores). La decapitación fue limpia, de un tajo muy profesional en el bronce, para lo que hay que ser diestro. No sabemos encontrarla, ay, los mossos todavía no han logrado saber qué ha pasado desde que desapareció.

Verán, me parece que sé dónde está: diseminada por todas partes. En el franquismo sociológico que ha legado la corrupción como estrategia del poder y tantos votos ha dado a los gobiernos de todo signo de los últimos años aquí y allá. En lo que no queremos ver de la vida diaria. En las guerras culturales que nos entretienen y logran que se haga mal lo que es necesario hacer bien: divulgar la impunidad del franquismo en esta democracia.

Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.

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