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Crónica
Texto informativo con interpretación

Fiesta y discrepancia

El carrusel musical de la Mercè arrancó a ambos lados de las Ramblas con el Niño de Elche como triunfador de la noche

El Niño de Elche actúa en la Plaza del Àngels.
El Niño de Elche actúa en la Plaza del Àngels. Carles Ribas
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El escenario en la plaza de la Catedral, una carpa translúcida, dejaba ver el edificio que da nombre al lugar. Frente a él, de espaldas al mismo, un grupo de ocho turistas japoneses escuchaba a su guía, que musitaba algo incomprensible, quizás que el edificio no era del siglo XIV, mientras tras la valla en la que apoyaban sus espaldas para mirar mejor los pináculos, estaban los camerinos donde Alfonso Vilallonga y su grupo se preparaba para iniciar su concierto, el primero de la Mercè. Un lago de sillas ocupado por público de mediana edad, con alguno de ellos procedentes de esa hidra en la que puede convertirse el turismo, hablaban en voz baja aguardando el inicio del recital como si la plaza fuese un teatro que exige cierta circunspección. Entre tanto, al otro lado de la Rambla, en la plaza dels Àngels, Isaac Ulam, encargado de inaugurar el BAM, se justificaba en el templo de los skaters, “yo patiné a los 12, pero ahora ya tengo 38 y no puedo hacerlo”, decía como si la suya fuese una edad provecta. Las fiestas de la Merçè, con sus lateros, sus africanos del top manta, su Guardia Urbana, sus borrachos y toda la demás ciudadanía, comenzaba la andadura. La noche era templada. Bendito Mediterráneo.

Eran el de la Catedral y el de la plaza dels Àngels, los únicos escenarios activos en la noche del jueves, esperando que el fin de semana se arranque todo el carrusel musical. En el segundo Isaac Ulam dejaba ir su folk alucinado en compañía de un coro, y entre canción y canción hablaba como afectado por el olor a marihuana que provenía de algún grupito de usuarios. Hay veces que los artistas parecen fumados, o quieren parecerlo, o exhiben una actitud propia de quien se mira el mundo desde otro planeta. Sea por lo que fuere, Ulam usaba gafas de sol de tanto en tanto, aumentando así la sensación de ser un observador aparentemente ajeno. No había mucha gente, menos aun atendiendo al escenario, más ocupado el personal en sus propias conversaciones que en las canciones del bardo de Blanes, que pese a sus esfuerzos no acabó de conectar. Quizás por ello sacó a colación su pasado de patinador, tendiendo puentes. Más tarde, el Niño de Elche revertiría la situación.

Pero antes tocaba cruzar la Rambla en pos de la Catedral, sus turistas japoneses y el lago de sillas ocupadas, esta vez sí, por bastantes personas de edad provecta. Si hay alguien mundano, cosmopolita, curioso y señorial, no en vano procede del abolengo de los barones de Maldà, ese es Alfonso Vilallonga. Pero este noble ha optado por un arte de la gleba y su cabaret trenzado con jazz, blues, chanson, efluvios de música popular latinoamericana y un agudo sentido de la observación que le llevó a defender frente a su público el estrecho hermanamiento entre lengua y corazón como órganos interdependientes, se adueñó de la plaza. Ironía, humor y finura para una voz aguda y una sensibilidad puesta en muchos casos al servicio de bandas sonoras dominaron aquel espacio con aire burgués. Fiesta calmada. Y las pocas cervezas que se veían provenían de bares.

De nuevo en el Àngels la táctica del poste era la única útil para no convertirse en potencial comprador de latas. Consiste en no moverse, casi ni pestañear, pues rascarse la cabeza puede ser una señal al vendedor, que se precipitará como orca sobre foca en pos del hipotético cliente. Pero con el Niño de Elche en escena era dificultoso estarse quieto. O si se conseguía, que de puro magnetismo que manaba de escena era también factible, la propia expresión secuestrada de los espectadores dificultaba las ventas de esos barceloneses de piel cobriza a los que también se había referido el pregonero de las fiestas escasas horas antes. Y lo del Niño de Elche fue mayúsculo, un soberbio concierto de flamenco y rock, de flamenco y electrónica, de flamenco y reivindicación política, de flamenco de género y de flamenca hartura ya de todo. Canta el Niño porque le sale de las tripas hacerlo, pero su voz, impura, también es filtrada y ecualizada rompiendo moldes, alejándose del canon. Su gestualidad, pausada, de folclórica mansa pero con tronío, remataba sus palabras ente la multitud que ya atestaba, en buena medida silenciosa, la plaza. Y es que el de Elche estaba conectando con sus formas y su fondo con un público creciente que se dejaba embobar gustoso por esos requiebros de voz heterodoxos que en ocasiones evocaban los juegos fonéticos y guturales de Mikel Laboa en piezas como “Nadie”, donde con el ojo en transexualismo dice “Nadie me conoce / Ni mi psiquiatra, ni la alcachofa de la ducha / Ni mi taza de café, ni mis pestañas / Nadie sabe nada de mí / Nadie me ha descubierto todavía”. Cantó más, pero siempre cantó contra el poder que no respeta, contra el poder que arrasa y lamina, contra el poder que arrincona a los desfavorecidos contra las cuerdas de la miseria y convierte a los demás en espectadores, como si eso no fuese con ellos. Cantó, como pidió la alcaldesa antes del pregón, a la discrepancia. Discrepó con su arte porque discrepar es también fiesta en fiestas. Sólo en eso fue obediente el de Elche en un concierto de muchos quilates. La ciudad ya está de fiesta.

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