La Mercè y las jerarquías
12.000 personas corren por las calles de Barcelona con poco calor ciudadano
Para los que no somos runners, para quienes correr (sobre todo en soledad) nos parece una dolorosa forma de aburrimiento, lo más duro de una Cursa es la cama. O sea, vencer la tentación de quedarse en ella. Sobre todo si el cielo se despierta plomizo, como ayer en Barcelona. Camino hacia la plaza de España desde L’Hospitalet. Para ir calentando las piernas, me digo. Pero más que calentarlas las abraso, porque sigo engañándome con la falsa idea de que, en realidad, “estar en L’Hospitalet es lo mismo que estar en Barcelona”.
Son las 9 y falta media hora para la carrera: diez kilómetros para sentirse dueño de una ciudad vacía, salvo por las 12.000 personas (el 70% son hombres) que corren persiguiendo no se sabe qué. O huyendo de no se sabe quién. Como salir a correr solo no es lo mío, me he apuntado a la Cursa de la Mercè por la gracia de ir con los compañeros. Ya saben, la gente se va animando: que si la hacemos en menos de una hora, que si vamos al trote que estoy lesionado, que si yo no estoy en forma pero lo intentaré... Identificaré a mis compañeros sutilmente, como se identifica a un delincuente cuando es presunto y anónimo: con iniciales.
Los minutos previos a una carrera son también los minutos de los traidores. De los que se rajan. De los derrotados por el colchón. A nuestro compañero L. P. parece que le ha surgido un imprevisto y tiene que marcharse, urgentemente, a su pueblo natal. Haremos como en las novelas y echaremos mano de la “suspensión de la incredulidad” hasta comprobar a fondo los hechos.
Recorro la Gran Via —el imponente complejo industrial de Can Batlló y, junto a él, grúas y fotografías con nuevas promociones de piso que se anuncian lujosas, con gimnasio y hasta una zona gourmet — y me avanzan ya, antes incluso de empezar, algunos corredores. Llego a una de las torres venecianas de la avenida Maria Cristina, donde esperan dos compañeros de travesía: J. M. y O. G. Como buenos papirunners, su objetivo es acabar la carrera, si es posible en menos de una hora, y poder tomar después una bien merecida caña.
Carreras como la Mercè son populares, por supuesto. Incluso por el precio: por cinco euros recibo una camiseta, agua y Aquarius, y una bolsa con muestras de productos que seguramente no compraría nunca y entre los que se encuentra siempre, no sé por qué, un bote de caldo de pollo. Pero aun así, las Curses </CF>tienen también su deje aristocrático: definen un modelo social férreamente jerarquizado que viene determinado no por la cuna, sino por la marca.
Hace dos años corrí los 10 kilómetros en unos 46 minutos y eso me da derecho (ignoro si de por vida) a integrarme en el cajón azul, más próximo a la salida. Es como formar parte de la nobleza, aunque no paso de hidalguillo: el azul es el quinto de los siete cajones con marca. El resto de los participantes, o sea la plebe, van detrás, en manada. Decido correr con ellos, junto a J. M. y O. G.
Que hay fiebre por el running y que la gente está cada vez más preparada es una realidad cuando veo que los corredores sin marca no son, en absoluto, una abrumadora mayoría. Los de la plebe salimos ocho minutos más tarde que los demás. Los primeros metros hay que correrlos sin apenas espacio entre camisetas naranjas. Como me agobian las masas, y esto parece cada vez más el Día del Rey de Holanda o una manifestación de butaneros, sigo adelante y, poco a poco, adelantando, me encuentro con los colores de la nobleza del asfalto: el negro, el rosa, algún que otro azul. La carrera de la Mercè permite un moderado ascenso social. Pero como en la vida, si uno sale desde la cola, siempre cuesta más. Puedes llegar arriba, sí, pero no tanto. Ya me había advertido otra compañera que no renuncia a su cajón, R. C., de los riesgos de empezar de cero: “La salida sin marca es muerte”.
Barcelona no es demasiado agradecida para correr. Apenas hay aficionados animando en las calles. Si acaso algún turista. Y, sobre todo, señoras que se empeñan en vivir la aventura de sus vidas cruzando a paso de tortuga a través de los corredores, como si estuvieran en San Fermín. Más de una se llevó un susto, o chocó.
Cruzo la meta cuando el marcador llega a la hora. Poco después me entero de que J. M., uno de los papis en supuesta baja forma, me ha superado. Ignoro a estas horas qué ha sido de O. G. Pero estoy casi seguro de que todos ellos (incluso L.P.) toman un buen vermut mientras yo escribo estas líneas.
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